Enrique Colmena

Este verano es Antonio Banderas doblemente noticia; la primera, porque el 10 de Agosto cumplió cincuenta años, ese medio siglo que marca lapidariamente la llegada a la madurez del ser humano. La segunda, porque a finales de ese mismo mes se ha estrenado en España su último filme como actor, Conocerás al hombre de tus sueños, bajo las órdenes del siempre prestigioso Woody Allen, aunque en este caso el cineasta neoyorquino no parece haber estado en su mejor momento. Estos cincuenta años de “Anchonio” (como graciosamente pronuncia su mujer, Melanie Griffith, en ese “spanglish” que chapurrea peor que mejor) han dado para mucho. Quién le iba a decir a él, cuando apareció por Madrid en 1979, con 15.000 pesetas en el bolsillo, la maleta llena de ilusiones y el currículo vacío como la mente de una rubia buenorra (si hay que seguir el tópico al uso…), que treinta años después sería el actor español más cotizado, disfrutaría de una dilatada carrera en Hollywood, donde es considerado ya “uno de los nuestros”, y gozaría de una posición económica más que envidiable, que le permite, entre otras cuestiones, actuar de mecenas para producciones andaluzas y buscar nuevos talentos. Pero los comienzos, como para casi todos, no fueron fáciles; afortunadamente, tras algunos papeles en el teatro (entre ellos el efebo Gaveston en el montaje del Centro Dramático Nacional del shakespeareano “Eduardo II”), Pedro Almodóvar, que acababa de deslumbrar con su muy irreverente y provocadora Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón, se fijó en él para el personaje central (nada menos que una especie de príncipe iraní con pluma al viento en el Madrid de la movida…) de Laberinto de pasiones. Las buenas críticas le valieron papeles en películas de Saura (Los zancos) y García Sánchez (La corte de Faraón), que fueron cimentando su fama de actor versátil. Almodóvar contó de nuevo con él para Matador y La ley del deseo, y Montxo Armendáriz para 27 horas. En esta década en la que trabajó con varios cineastas de relumbrón, no faltó tampoco Vicente Aranda, entonces en plena cresta de la ola, en Si te dicen que caí. El papel que sin embargo le puso en el escaparate de Hollywood fue el del pamplinas de la almodovariana Mujeres al borde de un ataque de nervios, filme que cosechó múltiples premios, aunque no el Oscar a la Mejor Película en Habla No Inglesa, al que optaba, pero que sin embargo permitió que los ojeadores de La Meca del Cine se fijaran en aquel jovenzuelo apenas treintañero, y poco después llegaría su estreno en el cine yanqui con Los reyes del mambo. No fue nada del otro jueves, pero le permitió meter cabeza en un mercado muy complicado para los actores cuya lengua vernácula no sea el inglés. Aún haría algunos títulos en España, como ¡Átame!, de nuevo con su mentor Almodóvar, y ¡Dispara!, con Saura, antes de instalarse definitivamente en Hollywood; su matrimonio con Melanie Griffith y el nacimiento de su hija Stella del Carmen (curiosa simbiosis para contentar a abuelos paternos y maternos) le enraizaron, quizá definitivamente, en aquellos lares, por más que, de vez en cuando, visite su Málaga natal. En la década de los noventa Banderas se fue haciendo un huequito entre los actores USA, al principio con pequeños papeles como el del novio de Tom Hanks en Philadelphia, o el costeado “remake” de El Mariachi, con el título de Desperado, que hizo para Robert Rodríguez. Haría incluso un filme con Sylvester Stallone, Asesinos, bajo la batuta de un Richard Donner que conoció mejores épocas. Daba igual, se trataba de hacer que su rostro fuera convirtiéndose en habitual para el público yanqui, que es tan suyo. La adaptación al cine del musical Evita, bajo la férula de un entonces más entonado Oliver Stone, junto a Madonna, le fue otorgando al malagueño cierta aura de actor de películas fuera del “mainstream” imperante en Hollywood, aunque uno de los últimos títulos de esta década fuera precisamente La máscara del Zorro, una muy libre versión del mítico personaje creado por Johnston McCulley, a las órdenes de Martin Campbell, experto en cine de acción, y con una fermosa Catherine Zeta-Jones como “partenaire”. A finales de esa década de los noventa, nuestro “Anchonio” debuta en la dirección con Locos en Alabama, drama sobre los malos tratos conyugales (eso que en España llaman ahora “maltrato de género”, una de esas odiosas expresiones acuñadas por el estúpido dios llamado Lo Políticamente Correcto), que hizo concebir esperanzas sobre la posibilidad de que hubiera en el andaluz un cineasta de interés. La década iniciada a principios del Siglo XXI no se puede decir que haya sido la mejor de Banderas: aparte de su éxito en Broadway con Nine, en cine no le ha ido demasiado bien: se ha encenagado en mediocridades como The body, o en Brian de Palma menores, como Femme fatale, cuando no en petardos absolutos, como la incomestible Imagining Argentina, mezcla de agua y aceite entre esoterismo y denuncia contra los abusos de la dictadura argentina de Videla “et alii”. Alguna vuelta de tuerca al cine aventurero, como La leyenda del Zorro, otra vez con el personaje ya desarrollado un decenio antes, y algunas incursiones en el doblaje para el cine de animación, como el divertido Gato Con Botas de la saga Shrek, completan una década como actor, junto al Woody Allen mentado, no precisamente brillante. Tampoco en su menguada carrera de director ha brillado: El camino de los ingleses, hecha en España con capital español, no terminó de cuajar en la buena película que todos hubiéramos querido. Ojalá que en esta nueva década que comenzaremos el próximo año nuestro “Anchonio” pueda dar de sí todo lo que sabe. De entrada, vuelve a trabajar con Almodóvar en La piel que habito, reencuentro con el cineasta manchego después de veinte años del que se espera mucho, teniendo en cuenta que los dos han madurado en sus facetas de director y actor, y que los trabajos conjuntos que han hecho en el pasado han sido de los mejores de ambos.

Antonio Banderas cae irremediablemente bien, al menos a los españoles: no sólo porque sea literalmente “uno de los nuestros”, sino porque su comportamiento, declaraciones y forma de actuar en la vida, al margen del cine, confirman que es lo que aquí llamamos coloquialmente “un buen tío”, o en lenguaje que quizá quede algo “demodé”, lo que antiguamente se denominaba “un hombre cabal”. Cuánta gente daría lo que fuera por aparentar lo que, en Antonio, forma parte con naturalidad de su carácter y forma de ser...