Enrique Colmena
Cuando escribimos estas líneas Steven Spielberg vuelve a estar de actualidad (nunca deja de estarlo, es cierto: es una ventaja para los críticos…) por el estreno de la cuarta entrega de la saga del arqueólogo más conocido del mundo, en este caso bajo la advocación un tanto churrigueresca de “Indiana Jones y el Reino de la Calavera de Cristal”. Nos ponen en bandeja, entonces, hablar de este cineasta nacido en el Estado de Ohio, que no ha cumplido aún los 62 años, pero cuyo nombre es sinónimo de cine comercial generalmente digno, y de grandes recaudaciones. Pero, como suele ocurrir a casi todos los cineastas que gustan de reventar taquillas, también Spielberg quiere el reconocimiento de la crítica y conseguir de vez en cuando el Oscar (ambas cuestiones no son correlativas, como sabemos…).
Sus primeros tiempos estuvieron claramente dirigidos a hacerse un nombre en la industria, desde su imaginativo y primigenio corto “”Amblin” (que incluso daría nombre a su primera productora, antes de lanzarse a crear Dreamworks SKG) hasta sus incursiones televisivas, en especial la más famosa “tv movie” de los años setenta y, quizá, de toda la historia catódica, “Duel”, que en España se exhibió en cines con el nombre de “El diablo sobre ruedas”, un muy inteligente (y algo tramposo, es cierto) ejercicio de intriga llevado hasta el paroxismo. Aquel toque de atención nos puso sobre aviso para que algunos años más tarde se saludara su “Tiburón” como un fenómeno comercial de primera magnitud, aunque también como un artefacto cinematográfico notablemente hecho. A partir de ahí, a Spielberg se le da carta blanca, y su siguiente empeño, “Encuentros en la Tercera Fase”, apoyado por una gigantesca campaña de “marketing”, vuelve a dar en la diana comercial. Ebrio de éxito, el bueno de Steven, que entonces frisaba poco de más de treinta años, se metió en una patochada carísima, “1941”, una comedia que recuperaba, “aggiornandolo”, conceptos como el “slapstick” o el humor surrealista, y que, consecuentemente, se pegó un batacazo monumental en taquilla; como S.S. (lo siento, son sus siglas…) había contado con un presupuesto disparatado, el hundimiento del filme provocó su ostracismo durante un par de años, volviendo a dirigir sólo gracias a su amigo George Lucas, que por aquel entonces estaba montado en el dólar (ahora también, es cierto) gracias a la serie de “Star Wars”, que por aquellos años se conocía en España como “La guerra de las galaxias”. Hace entonces Spielberg “En busca del Arca perdida”, probablemente su mejor película, una prodigiosa aventura, ligera, fresca, imaginativa, que crearía escuela y daría un arquetipo cinematográfico impagable, que haría historia, el arqueólogo Henry “Indiana” Jones.
Al año siguiente, en 1982, S.S. repite éxito, ampliándolo, con “E.T., el extraterrestre”, fábula alienígena que abundaba en los terrenos hollados en “Encuentros en la Tercera Fase”, y que se convierte de inmediato en un éxito mundial, siendo durante muchos años la película más taquillera de la historia del cine. Después hace la segunda entrega de la saga del arqueólogo, “Indiana Jones y el templo maldito”, más flojo que el capítulo inicial, más manierista y pesado. Pero en 1985 Spielberg acomete uno de sus empeños soñados: rueda entonces su primera película “seria”, por llamarla de alguna forma, y hace “El color púrpura”, intenso, hermoso melodrama antirracista y antimachista, que parecía iba a arrasar en los Oscar y se llevó un chasco de los de no olvidarse, sin una sola de las doradas estatuillas; no obstante, la crítica internacional valoró aquel notable trabajo y se empezó a creer que el Rey Midas del cine tenía también auténtico talento artístico.
Varios empeños comerciales sucesivos, como “El imperio del Sol” y la tercera (y fallida) entrega de la saga arqueológica, “Indiana Jones y la última cruzada”, le llevan hasta la década de los noventa, donde sigue con sus proyectos masivos, como “Hook”, cuyo tema (un Peter Pan paradójicamente adulto) tan bien le convenía precisamente a Spielberg, o la primera parte de la que sería también luenga saga de “Jurassic Park”, donde vuelve a brillar el cineasta habilidoso antes que el director/autor. Ese mismo año de 1993, sin embargo, Steven estrena su nuevo proyecto de tono grave, “La lista de Schindler”, notable recreación de la vida del nazi que salvó a miles de judíos, si bien un estrambote en forma de homenaje actual de los supervivientes hebreos a aquel héroe no tan anónimo, resultaba ser más bien estomagante.
El segundo envite de la saga de los dinosaurios, “El mundo perdido”, da lugar a un nuevo empeño serio, “Amistad”, un alegato antirracista y antiesclavista, si bien aquí las buenas intenciones no se correspondieron con un buen producto, ni comercial ni artístico. Quizá es que S.S. estaba incubando la que se puede considerar su obra maestra en el drama, “Salvar al soldado Ryan”, que hizo en 1998, historia antibelicista que, sin embargo, recreaba con extraordinaria verosimilitud el dantesco infierno de la guerra, de cualquier guerra. El siglo XXI se abrió con dos buenos filmes, “A.I. Inteligencia Artificial”, sobre el proyecto que nunca llegó a rodar Stanley Kubrick, y que en manos de Spielberg resultaría ser una triste, bellísima elegía cinematográfica sobre la capacidad de amar del ser, con independencia de que en su interior aniden vísceras o chips de silicona. “Minority Report”, sobre la novela del mítico Philip K. Dick (ya saben, el autor del material literario en el que se basó “Blade Runner”), fue una curiosa, excitante aventura fantacientífica cuyo mayor problema era el divismo (quizá a su pesar) de Tom Cruise.
Tras estos dos filmes serios pero poco rentables, la cuenta corriente de S.S. debía estar algo exhausta, porque se embarcó en sendos proyectos comerciales, “La Terminal” y “Atrápame si puedes”, que tuvieron cierta repercusión comercial aunque escasa crítica. En 2005 rueda una aparatosa pero nada afortunada nueva versión de “La guerra de los mundos”, otra vez con Cruise en plan superestrella, lo que le permite rodar ese mismo año una película más personal, “Munich”, sobre el atentado perpetrado por el grupo terrorista palestino Septiembre Negro contra los atletas israelíes en la Olimpiada de 1972 y, sobre todo, de la inexorable venganza que el Mossad, el inmisericorde servicio secreto judío, perpetró contra los ejecutores de aquel execrable crimen.
Como su nueva incursión sionista (tras “Schindler”) no le reportó muchos dividendos, Spielberg ha desempolvado la saga de Indiana Jones, con la aviesa intención de reventar las taquillas; y a fe mía que lo ha conseguido, porque las recaudaciones son monstruosas.
Así que, como decimos metafóricamente en el titulo de este artículo, Disneyworld quiere ser el Parnaso. ¿Lo ha conseguido? A ratos. Pero, ¡ay!, Spielberg no pasará a la Historia del Cine por “El color púrpura”, ni por “La lista de Schindler”, ni siquiera por “Salvar al soldado Ryan”: el cineasta de Cincinatti tiene un lugar sin duda privilegiado en esa Historia, pero entre los cineastas que mejor cine comercial han hecho en los últimos treinta años. Hombre, qué trovador no quiere ser Shakespeare; pero tampoco es moco de pavo ser admirado por el pueblo llano, aunque no se llegue al Olimpo de los dioses…