Tras las dos primeras entregas de este tríptico, tituladas genéricamente El cine político, casi un género en la cinematografía USA, con los epígrafes individuales (I) Presidentes y vicepresidentes, por un lado, y (II) Senado, Cámara de Representantes, por otro, afrontamos en este último capítulo de la trilogía un asunto más amplio, sin la definición evidente de los otros dos. Lo hemos titulado Luces y sombras del sistema, y con ello queremos hablar de los diversos contrapoderes que actúan para balancear los ciertamente importantísimos poderes del ejecutivo (presidentes y vicepresidentes, con sus gobiernos correspondientes) y legislativo (el Congreso de los Estados Unidos, formado por el Senado y la Cámara de Representantes), pero también para ver cómo el cine ha reflejado los posibles atentados que contra el propio sistema democrático norteamericano se han hecho en la realidad o se podría hacer en ficciones que, con frecuencia, no están demasiado lejanas de esa realidad.
Contrapoderes, o la imprescindibilidad de los que se oponen a los poderosos
Quizá el contrapoder más evidente en los Estados Unidos sea la prensa. De hecho, como es sabido, se la suele llamar, con cierta pompa, “el cuarto poder”, y en algunos casos es evidente que ha tenido una importancia decisiva. En un caso en concreto fue el motor que activó los mecanismos para que todo un presidente norteamericano, Richard M. Nixon, tuviera que dimitir antes de ser humillantemente destituido por el procedimiento del “impeachment”. Todo aquello se inició con la investigación que por parte del periódico The Washington Post se hizo del que con el tiempo se conocería como el caso Watergate, siendo este el nombre del hotel donde el gobierno de Nixon ordenó que se espiara mediante escuchas telefónicas y micrófonos al cuartel general del Partido Demócrata, ubicado en ese establecimiento hotelero, con el fin de contar con información privilegiada de los movimientos estratégicos del candidato de ese partido, el senador George McGovern. Sobre ese vergonzoso asunto, que puso contra las cuerdas al presidente, gracias a las investigaciones de los periodistas del Post Bob Woodward y Carl Bernstein, el cine hizo Todos los hombres del presidente (1976), con dirección de Alan J. Pakula y con Robert Redford y Dustin Hoffman como los dos “plumillas” que descubrieron el pastel, un film que tenía como problema la dificultad para los no americanos de seguir los vericuetos legales y de procedimiento que tuvieron que sortear los protagonistas para llegar a la verdad, pero en cualquier caso un muy interesante producto sobre la corrupción del sistema y cómo este es capaz de generar sus propias autodefensas, aunque estas fueran sometidas a su vez a un durísimo asedio. La película, todo un éxito de taquilla y también de crítica, obtendría 4 Oscar, aunque sospechosamente no los más importantes, Película y Dirección, que fueron a parar a la mucho más conservadora y convencional Rocky (1976), de John Avildsen.
Sobre este mismo asunto del Watergate, pero centrándose en la figura del que sería conocido como Deep Throat o Garganta profunda, el hombre que dio el soplo para desvelar la trama, se ha rodado recientemente Mark Felt. El informante (2017), con dirección de Peter Landesman y protagonismo absoluto, en el personaje central, de Liam Neeson.
Como antecedente del tema Watergate se puede citar otra reciente película, Los archivos del Pentágono (2017), dirigida por Steven Spielberg, que narraba otra historia verídica, sucedida a principios de los años setenta, cuando se descubrió a través de una filtración que el gobierno de los Estados Unidos sabía desde años atrás que la guerra del Vietnam estaba abocada al fracaso, a pesar de lo cual se mantuvo la misma política triunfalista anterior y se siguió enviando hombres al matadero. Conocidos esos archivos del título por (otra vez) The Washington Post, el film de Spielberg relata de qué forma la editora del periódico, Kay Graham (con la cara de Meryl Streep), y el director, Ben Bradlee (con los rasgos de Tom Hanks), tuvieron que afrontar las fortísimas presiones de la administración Nixon para que no publicara esos papeles, y cómo finalmente, y mediante qué añagazas legales (en USA todo gira en torno a la ley, incluso saltársela –aunque sea, como en este caso, para un bien mayor-- utilizando lagunas, vericuetos, interpretaciones), se pudieron dar a las linotipias del periódico y con ello al mundo entero. Aquel film encadenaba su última escena precisamente con el comienzo del caso Watergate, que también destapó el Post, así que al final el círculo se cerraba, para abrir el melón del caso que provocó la única dimisión de un presidente de los Estados Unidos en sus casi dos siglos y medio de existencia como nación.
Si hay un cineasta norteamericano especialista en denuncias del sistema, ese es sin duda Michael Moore, ese gordo con más moral que el Alcoyano cuya filmografía está plagada de denuncias de toda laya, siendo las más conocidas (en una ya larga carrera que arrancó hace treinta años) Bowling for Columbine (2002), con la que consiguió el Oscar al Mejor Documental, lo que le puso en el escaparate mundial, y en el que arremetía contra la desorbitada venta de armas y, lo que quizá sea peor, la extraña tolerancia de todas las administraciones, republicanas y demócratas, con semejante cuestión. Aunque su consagración definitiva vendría con Fahrenheit 9/11 (2004), en el que radiografiaba con su habitual vehemencia la figura de George W. Bush y cómo fue posible que aquel botarate llegara la primera magistratura del país, consiguiendo la Palma de Oro en Cannes, algo inusual en este certamen (en cuanto a premiar documentales, se entiende...). De hecho toda la filmografía de Moore está cuajada de denuncias de todo tipo, como en ¿Qué invadimos ahora? (2015) o la más reciente, Fahrenheit 11/9 (2018), casi homónimo del similar título antes citado, en la que pone a caldo la administración, por llamarla de alguna forma, de Donald Trump.
Guantánamo es uno de los temas más lacerantes de la política exterior USA. Se trata de una base norteamericana en suelo cubano, establecida allí desde 1903, que los gobiernos comunistas a partir de Fidel Castro no consiguieron eliminar, y usada por las distintas administraciones yanquis para ubicar a presos que no pueden juzgar en su territorio, manteniéndolos en un limbo legal a todas luces reprochable. Sobre el tema se han hecho algunos films, siendo quizá el más relevante el que rodaron en comandita Michael Winterbottom y Mat Whitecross, Camino a Guantánamo (2006), especie de docudrama sobre cuatro musulmanes que fueron capturados erróneamente por las fuerzas armadas USA confundiéndolos con talibanes, en el que se narran las sevicias y humillaciones que sufrieron en la base cubana estos pánfilos que tuvieron la mala suerte de estar en el momento equivocado en el peor lugar posible.
También en esa misma línea de denuncia de los abusos del sistema se puede considerar el film La verdad (2015), la historia, narrada por James Vanderbilt, de los responsables de un programa de televisión de la CBS, la productora Mary Mapes y el presentador Dan Rather, que pusieron en antena un espacio en el que se relataban las supuestas argucias del entonces presidente George W. Bush para no ir al servicio militar, y, con ello, librarse de combatir en la Guerra de Vietnam. Con Cate Blanchett y Robert Redford en los papeles principales, se trata de un film con base real que cuenta de qué forma, a veces, el entusiasmo por denunciar abusos puede hacer incurrir en errores garrafales.
Las cloacas del poder y la corrupción que no cesa
Aunque las administraciones USA son peritas en obtención ilegal de información para controlar a prójimos y ajenos, quizá el caso más paradigmático en esa innoble tarea fuera J. Edgar Hoover, aquel conservador “avant la lettre” (que sin embargo parecía tener un lado oscuro, con travestismo y homosexualidad reprimida incluida) que dirigió el FBI durante el mandato de nueve presidentes. Este experto en las cloacas del poder es, evidentemente, muy atractivo para el cine: así, Clint Eastwood llevó a la pantalla una libre biografía de aquel gerifalte de antaño (gracias, Valle) en su espléndida J. Edgar (2011), donde Leonardo di Caprio se doctoraba cum laude en un personaje poliédrico, vidrioso, de mil y una capas. Sin embargo, muchos años antes, en la década de los setenta, Larry Cohen ya había llevado a la pantalla la historia del cuasi vitalicio jefe del FBI en Los archivos privados de Hoover (1977), con el gran Broderick Crawford al frente del reparto.
Crawford, por cierto, protagonizó uno de los films míticos sobre la corrupción política en USA, originalmente (y metafóricamente, claro) titulado All the king’s men (literalmente, “Todos los hombres del rey”), que en España llevó el más prosaico e insulso título de El político (1949), bajo la dirección del gran Robert Rossen, en el que se narraban los hechos acontecidos en torno a un gobernador (inspirado en uno real de Louisiana de los años treinta, Huey Long), un hombre bueno que, cuando da el salto a la política, se infectará del virus de la corruptela y se convertirá en un adicto al poder. Curiosamente, en el siglo XXI se hizo un “remake” de este film, manteniendo el título original y traduciéndose en España, ahora sí, como Todos los hombres del rey (2006), con dirección de Steven Zaillian y con Sean Penn en el papel principal.
En clave imaginaria (aunque con visos de tener tantos puntos de contacto con la realidad), George Clooney, que en su faceta de director y productor ha demostrado un gran interés por la cosa pública, dirige la sobresaliente Los idus de Marzo (2011), sobre las artimañas, las sucias maniobras que, al parecer, son inherentes a la política, en este caso en el contexto de la campaña para las primarias presidenciales del Partido Demócrata, lo que situará en una muy difícil posición a uno de los idealistas asesores del candidato liberal (el propio Clooney), brillantemente interpretado por Ryan Gosling.
Conspira, que algo queda...
La fantasía conspiranoica para deponer al presidente de los Estados Unidos tiene algunos ejemplos relevantes en el cine USA. No hablamos de los que pretenden hacerlo traumáticamente en productos de acción al uso (véanse, por ejemplo, los casos de las aparatosas Objetivo: La Casa Blanca y Asalto al poder), cuya intención evidentemente es llenar las arcas y poco más; hablamos de films que hacen una filigrana para imaginar métodos de suplantar al mandatario del país más poderoso de la tierra. Así, John Frankenheimer puso en escena en los primeros años sesenta un artefacto de tensión política bajo el título (en España...) de El mensajero del miedo (1962), aunque el original poco tenía que ver: The manchurian candidate, literalmente “El candidato manchú”, con el que obviamente aquí no se habría comido una rosca... Planteaba, con Frank Sinatra y Janet Leigh como estrellas, una alambicada pero ciertamente estimulante historia con hipnosis, agentes ocultos y toda una conspiración para derrocar al presidente legítimo y poner en su lugar a un acólito de la URSS... El film, justamente aplaudido, conoció un “remake” en el siglo XXI, con igual título original y español, El mensajero del miedo (2004), bajo la dirección de Jonathan Demme y con Denzel Washington y Meryl Streep; a pesar de los buenos mimbres, el resultado no fue precisamente estimulante, muy inferior a su original.
El propio Frankenheimer fue el responsable de otro famoso film con una conspiración para derrocar al presidente. Su título fue Siete días de Mayo (1964), y en él se planteaba el complot que se prepara en la cúpula del ejército yanqui para destituir a su jefe civil, el inquilino de la Casa Blanca, cuando este da pasos firmes hacia la paz con acuerdos para el desarme nuclear; con un reparto de aúpa (Douglas, Lancaster, Gardner, March, Balsam), el film era un notabilísimo thriller de la mejor intriga política, inequívocamente democrático.
Hay, por supuesto, otros muchos títulos que hablan de política en el cine USA. Aquí hemos querido reflejar solo una parte de ellos, a modo de parva gavilla. El buen cinéfilo sabrá recordar otros títulos que no se han citado aquí, y tendrán razón: ya saben que entre nuestras intenciones no está la de la exhaustividad, esa virtud que, a veces, puede colindar con la psicopatía.
Ilustración: Dustin Hoffman y Robert Redford como los periodistas de The Washington Post que desvelaron el caso Watergate, en Todos los hombres del presidente (1976), de Alan J. Pakula.