Enrique Colmena

Ha muerto Kirk Douglas y, aunque su obra artística hacía tiempo que había finiquitado, simbólicamente se marcha ahora el último actor mítico del Hollywood clásico. Ya solo nos queda de aquella época dorada una actriz, igualmente mítica, la gran Olivia de Havilland, que resiste, cuando se escriben estas líneas, con 103 años de vida.


Infancia, vocación y primeras experiencias de Issur Danielovitch, neoyorquino

Kirk Douglas nació como Issur Danielovitch Demsky en Amsterdam, población del estado de Nueva York, en 1916. En su infancia no nadó precisamente en la abundancia; hijo de inmigrantes judíos, su padre era trapero, como recordó el propio Kirk en su primer libro biográfico, y además el progenitor abandonó la numerosa familia cuando el crío tenía 5 años. Sin embargo, el joven y voluntarioso Issur, que tuvo desde pronto muy claro su interés por la interpretación, consiguió cursar una carrera universitaria, donde se fogueó en el teatro de la facultad. Tras pasar por los escenarios de Broadway y participar en la Segunda Guerra Mundial, debuta en el cine en El extraño amor de Marta Ivers (1946), potente melodrama de Lewis Milestone, en el que tenía un papel secundario pero relevante, junto a la entonces rutilante estrella Barbara Stanwyck. A partir de ahí su presencia se irá haciendo paulatinamente habitual en las pantallas norteamericanas y de todo el mundo. Estará en el formidable thriller Retorno al pasado (1947), una de las más interesantes propuestas del “film noir” americano, a las órdenes de Jacquer Tourneur, pero también en el intenso melodrama romántico Carta a tres esposas (1949), bajo la dirección de Joseph L. Mankiewicz.


Ya eres un gran chico

Con El ídolo de barro (1949), a las órdenes de Mark Robson, hace su primer protagonista absoluto, un boxeador zarandeado por las turbias maniobras de las mafias. A partir de ahí ya será habitualmente cabeza de cartel, y los éxitos, tanto comerciales como artísticos, se sucederán; Kirk será el músico obsesionado por la nota imposible en El trompetista (1950), de Michael Curtiz, junto a Lauren Bacall; el honesto sheriff que impone el imperio de la ley en Camino de la horca (1951), de Raoul Walsh, su primer western; el periodista sensacionalista de El gran carnaval (1951), de Billy Wilder; y el duro detective del thriller policíaco Brigada 21 (1951), de William Wyler. Para el gran Howard Hawks hace uno de sus westerns que lleva en el título la palabra “río”, en concreto Río de sangre (1952), y en Cautivos del mal (1952), el formidable melodrama de Vincente Minnelli, será un inescrupuloso productor de Hollywood.


Estrella rutilante

Kirk, convertido ya en una estrella mundial, hará una incursión en el cine europeo en Ulises (1954), la versión que del clásico homérico hizo Mario Camerini, para volver al cine yanqui en la vertiginosa adaptación del clásico de Jules Verne 20.000 leguas de viaje submarino (1954), a las órdenes de Richard Fleischer, con James Mason como ilustre compañero de reparto. Poco después hace otro de sus personajes inolvidables, el pintor Van Gogh en El loco del pelo rojo (1956), de nuevo para Vincente Minnelli. Más tarde estará en dos de sus títulos más emblemáticos, Duelo de titanes (1957), vigoroso western de John Sturges que recrea el mítico duelo en el O.K. Corral, con otro de los grandes, Burt Lancaster; y, sobre todo, en Senderos de gloria (1957), una de sus primeras películas como productor, bajo la marca Bryna (el nombre de su madre) Productions. Senderos de gloria, a las órdenes del ya entonces magistral Stanley Kubrick, se convierte instantáneamente en un clásico del cine antibelicista, una obra mayor por la que, si no hubiera hecho Kirk nada más, tendría un lugar de honor en la Historia del Cine.

Los años cincuenta, en su faceta de actor, se cerrarán para Douglas con un par de éxitos más, Los vikingos (1958), de nuevo para Richard Fleischer, y sobre todo El último tren de Gun Hill (1959), otra vez para John Sturges, en el que interpreta a un sheriff que habrá de hacer cumplir la ley aunque arriesgue su propia vida, en un intenso western de potente ritmo narrativo.


El poderoso hombre de Hollywood

A partir de la creación de su productora, Kirk Douglas podrá también intervenir en la correlación de fuerzas existente en todo grupo de poder, como era (y es...) Hollywood. Así, contra el sentir de las fuerzas más tradicionalistas del cine yanqui, su intervención como productor será determinante para devolver a la escena pública al guionista Dalton Trumbo, represaliado por el Comité de Actividades Antiamericanas que lideró el ominoso senador Joseph McCarthy, en el tenebroso episodio histórico comúnmente conocido como la Caza de Brujas. Douglas, como productor, impuso la presencia en los títulos de crédito de Espartaco de Trumbo, cuando hasta entonces había estado vedada su presencia en cualquier película, teniendo que aparecer con seudónimos.


La madurez del astro

En los años sesenta, ya cuarentón, Kirk vuelve a dar en la diana con la mentada Espartaco (1960), la biografía más bien libérrima del famoso esclavo romano, a las órdenes de un Stanley Kubrick con el que, al parecer, Douglas tuvo bastantes diferencias creativas. Pero el resultado fue formidable, un canto a la libertad del individuo, del ser humano, una pequeña maravilla a la vez humanista y épica. A partir de ahí, sin embargo, los títulos de interés empiezan a disminuir en la carrera de Kirk. Seguirá estando en buenos films, pero estos menudearán. Así, hará para su querido Vincente Minnelli otro intenso melodrama, Dos semanas en otra ciudad (1962), con el gran Edward G. Robinson y la no menos buena Cyd Charisse; y para John Huston hará El último de la lista (1963), quizá uno de los menos distinguidos títulos del autor de La reina de África. Para John Frankenheimer hará uno de los complejos films en los que era perito este director, Siete días de mayo (1964) y, de nuevo en Europa, hará para René Clement el personaje del general Patton en ¿Arde París? (1966).

Su encuentro con Elia Kazan se salda con una de las últimas grandes películas de ambos, El compromiso (1969), formidable drama existencialista sobre el sentido de la vida, el amor y el desamor, con dos grandes damas de Hollywood, Faye Dunaway y Deborah Kerr. Para Joseph L. Mankiewicz, Douglas hace la que se puede considerar su última obra maestra, El día de los tramposos (1970), western crepuscular que anticipaba el carácter tornadizo en los roles positivos que años más tarde serían moneda común, pero que entonces eran una “rara avis”.


Estrella declinante

A partir de los años setenta la estrella de Kirk Douglas empieza a decaer, no porque su calidad artística disminuya, sino porque ya no encuentra películas ni papeles a la altura de la envidiable filmografía que acumuló durante los años cuarenta, cincuenta y sesenta. Se suceden entonces los títulos que no le merecen, que se benefician de su nombre y su presencia carismática, pero que no aportan nada a la carrera del actor y productor. El propio Kirk hace sus pinitos en la dirección con dos películas, Pata de palo (1973), homenaje al universo pirata con evidente referencia a la stevensoniana La isla del tesoro, y Los justicieros del Oeste (1975), western que confirmaría que Douglas no estaba llamado por el camino de la realización cinematográfica. En ambos estuvo también como actor, como lo haría también en un puñado de films mediocres que, ciertamente, no estaban a su altura. La furia (1978), de Brian de Palma, sería una de las escasas excepciones, un entonado film de suspense y terror que el cineasta neoyersino puso en escena con su proverbial ingenio visual. También estuvo Kirk a las órdenes del gran Stanley Donen en una de sus últimas películas, la fanta-ficción Saturno 3 (1980), y a las órdenes de Don Taylor, pero sin embargo siendo su jefe (que para eso era el productor), haría la también fantástica El final de la cuenta atrás (1980), a vueltas con los viajes en el tiempo.

A mediados de la década de los ochenta llegará el tiempo de la nostalgia, con films como Otra ciudad, otra ley (1986), del olvidado Jeff Kanew, que sin embargo permitió a Kirk Douglas el reencuentro con otro grande, Burt Lancaster, con el que había trabajado en varias películas. A partir de ahí se irán espaciando sus apariciones en pantalla, con títulos que, ciertamente, no merecen ser citados.

El 5 de febrero de este año 2020 murió, a los 103 años, esta leyenda del cine. Con él se marcha el penúltimo vestigio viviente del cine del Hollywood clásico. Nos quedan, por supuesto, sus películas, pero también con su muerte queda más evidente, por si no lo era ya, que aquel cine nunca más volverá; nada vuelve, en puridad, nunca, todo pasa...

Ilustración: Kirk Douglas en una imagen emblemática de Senderos de gloria (1957), de Stanley Kubrick.