Enrique Colmena

El estreno de Silencio nos trae a primer plano la consideración sobre su autor, un Martin Scorsese que es, a qué dudarlo, uno de los grandes del cine de todos los tiempos, y singularmente de los últimos cuarenta años; pero nos trae también la posibilidad de analizar en conjunto a su generación, la que empezó a hacer cine de forma artesanal, en precario, en los años sesenta, para darse a conocer mundialmente a partir de los años setenta y cambiar, con su cine, lo que hasta entonces había sido Hollywood; entiéndase de forma lata: muchos de ellos, como el propio Scorsese o Woody Allen, ruedan generalmente en Nueva York, en la otra punta de Estados Unidos; entiéndase entonces Hollywood como una sinécdoque, como el cine americano comercial cualquiera que sea la localización de su producción.

Lo curioso del caso es que esta generación de cineastas, de la que ahora hablaremos, y que tiene escasos puntos de contacto entre ellos, tanto temática como estéticamente, sin embargo coinciden en su progresivo (en algún caso abrupto) desinflamiento, como si toda la fuerza y capacidad creativa de la que dieron muestra al comienzo de su carrera y en su época de mayor esplendor, se hubiera ido por el desagüe con el paso de los años.


Martin Scorsese, o cómo un vigoroso creador pierde fuelle

El cineasta neyorquino de obvias raíces italianas comenzó a hacer cine en los años sesenta, en películas que le permitieron ir consiguiendo las tablas como cineasta que no tenía. Sería a partir de Malas calles (1973) cuando se dará a conocer, y sobre todo, con el bombazo que supuso Taxi Driver (1976), que puso patas arriba la concepción del cine y causó una honda conmoción en el público. A partir de ahí se suceden los éxitos, con filmes como New York, New York (1977) y Toro salvaje (1980), pero ya al comienzo de la década de los ochenta tiene un primer traspié, El rey de la comedia (1982), del que se repondría, con ventaja, con la espléndida El color del dinero (1986), afortunada continuación, veinticinco años después, de la también estupenda El buscavidas (1961), de Robert Rossen. Por su parte, La última tentación de Cristo (1988), sobre la heterodoxa novela de Kazantzakis, le catalogó como director arriesgado.

La década de los noventa fue venturosa para Marty: rueda dos filmes sobre la mafia, muy celebrados, Uno de los nuestros (1990) y Casino (1994), pero también una de terror, El cabo del miedo (1991), vigorosa aunque bastante tramposa secuela de un clásico de los años sesenta, El cabo del terror (1962), del humilde artesano J. Lee Thompson. También tuvo tiempo para hacer una de sus obras maestras, sin embargo tan alejada del universo mafioso que le había dado fama: La edad de la inocencia (1993) es una delicada pero terrible radiografía de la aristocracia neoyorquina del siglo XIX.

Pero ahí se acabaron los aciertos. A partir de entonces se suceden, casi sin remisión, las mediocridades. En Kundun (97) enfocó, sin mucho éxito, el fenómeno del budismo; en Al límite (2000) puso en escena un thriller que no le merecía, casi una TV-movie; con Gangs of New York (2002) quiso dar el envés de la nobleza neoyorquina de La edad de la inocencia, pero le salió un relato que parecía más bien un Dickens pasado por el patio de Monipodio (sin la altura de Dickens, desde luego, ni tampoco del Cervantes de Rinconete y Cortadillo). El aviador (2004), sobre la vida del turbio personaje Howard Hughes, tampoco ayudó a mejorar su consideración, lo que sí consiguió, moderadamente, su posterior Infiltrados (2006), que recordaba intermitentemente sus buenos thrillers sobre delincuencia organizada. Shutter Island (2010) fue un nuevo paso atrás, un drama de irisaciones psicológicas, de lo más forzado, y tampoco La invención de Hugo (2013), una mirada nostálgica a las primeras décadas del cinematógrafo, nos devolvió al gran Scorsese. Menos todavía El lobo de Wall Street (2013), donde el cineasta italoamericano glorificaba sin tasa a un canalla que estafó a medio Estados Unidos y se quedó tan pancho.

Silencio, su última película, tampoco le saca del marasmo. Quizá sea Scorsese el caso más claro de la tesis que defendemos en este artículo, un cineasta con una primera parte de su carrera brillantísima, pero que, llegado un punto, se ha desinflado sin motivo aparente. Eso no quita, desde luego, que su cine, tenga más o menos interés, sea en las formas admirablemente superlativo, extraordinario en técnica y recursos fílmicos. Pero hace tiempo que decidimos dejar de valorar los excepcionales envoltorios y quedarnos con la almendra de los regalos que tan lujosamente envuelven. Y en el caso de Scorsese, ay, con lo que nos gustaría decir otra cosa, estamos desde hace ya demasiado tiempo en una etapa flamígera que vive de estilizar “ad nauseam” éxitos, temas o estéticas ya creadas con anterioridad.


Steven Spielberg, o la pérdida de frescura de su cine popular

El cineasta de Cincinatti, como casi todos los de su rompedora generación, se fogueó en productos independientes de escaso presupuesto durante los años sesenta, para saltar a la fama, inopinadamente, gracias a un telefilme, Duel (1971), que se distribuyó en cines en Europa, y en España con el título de El diablo sobre ruedas, y que se convirtió en un pequeño acontecimiento; nada que ver con el tremendo taquillazo de Tiburón (1975), que pone de moda el cine de catástrofes con animales depredadores. A partir de ahí, Spielberg enlaza con otro exitazo, Encuentros en la Tercera Fase (1977), pero las manos libres que le permitieron entonces los grandes estudios tuvo una primera cura de humildad con el fracaso, comercial y crítico, de 1941 (1979). A partir de entonces Spieberg irá sobre seguro y enlaza un éxito tras otro, con la trilogía del arqueólogo aventurero, En busca del arca perdida (1981), Indiana Jones y el templo maldito (1984) e Indiana Jones y la última cruzada (1989), si bien en este último segmento ya dio muestras de agotamiento. Durante la década de los años ochenta conseguirá algunos resonantes éxitos, como E.T. el extraterrestre (1982), en su faceta más infantil y juvenil, y El color púrpura (1984), en su línea más adulta, alternando desde entonces ambas a lo largo de su carrera.

Los años noventa le traerán un nuevo hit, Parque Jurásico (1993), que inicia una saga que (cuando se escriben estas líneas) ya lleva cuatro entregas y una quinta en preparación. La lista de Schindler (1993) le consagra como director “serio”, reafirmándose en esa línea con el éxito de Salvar al soldado Ryan (1998).

Pero a partir del siglo XXI la estrella de Spielberg como director se puede convenir que ha decaído con respecto a los éxitos de las décadas anteriores. De esta forma, con algunos hallazgos (sin embargo no especialmente bien acogidos por el público) como A.I. Inteligencia artificial (2001) o Minority report (2002), han abundado las mediocridades como Atrápame si puedes (2002), que parecía, sin quererlo, una versión con imagen real de los “cartoons” del Correcaminos y el Coyote; La guerra de los mundos (2005), o como destrozar un clásico de la ciencia ficción por muchos (y extraordinarios) efectos visuales que se usaran; Munich (2005), o el diezmo que el judío que sigue siendo Spielberg paga a sus ancestros de Israel; Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal (2008), desgraciado intento de reflotar la saga del Dr. Jones, pero sin la frescura y ligereza de los primeros capítulos; y ya últimamente, Mi amigo el gigante (2016), o como Spielberg ha perdido el olfato de lo que interesa (en este caso “no” interesa) al público. Es cierto que ha habido algunos aciertos recientes, como El puente de los espías (2015), pero en general se puede decir que a partir del siglo XXI el cine de Spielberg ya no es el que era, ni mucho menos.


Francis Ford Coppola, qué pasó con aquel genio

De talento desmesurado, como se encargó de demostrar en una época de su carrera, Coppola comenzó bajo la férula de Roger Corman haciendo películas de serie Z; a finales de los años sesenta ya rodaba algunos filmes que llamaron tímidamente la atención, como Llueve sobre mi corazón (1969), pero la película que le entroniza como uno de los grandes del cine moderno será El Padrino (1972), que tendría dos continuaciones, El Padrino, Parte II (1974), habitualmente reputada como una obra maestra, y años más tarde El Padrino, Parte III (1990), que gozó de menor predicamento aunque particularmente me parece magnífica. En la década de los años setenta hace otra obra maestra, La conversación (1974), y a final del decenio hace la obra definitiva: Apocalypse now (1979), desmesurada y megalómana, espléndida en todos los sentidos, película seminal donde las haya.

A partir de entonces tropieza con la costosísima Corazonada (1981), así que tiene que empezar casi de cero con una serie de películas pequeñas pero notables, que le devuelven el favor de la crítica y el crédito de Hollywood: son Rebeldes (1983) y La ley de la calle (1983), para después volver a pegarse la gran costalada con Cotton Club (1984). A partir de ahí, y entre algunas mediocridades, su estrella sólo volverá a brillar con su suntuosa versión de la vida del vampiro por excelencia en Drácula de Bram Stoker (1992). Alguna fruslería olvidable como Legítima defensa (1997), y después el silencio, hasta bien entrados los años cero del siglo XXI, cuando hace la lamentable Tetro (2009), que confirma que el genio perdió, quizá definitivamente, los libros…

Próximo capítulo: La generación que cambió Hollywood y la teoría del soufflé (y II)

Pie de foto: Una impactante imagen de Silencio, de Martin Scorsese.