Enrique Colmena

La aparición, casi un cameo, del gran Christopher Lee en Sombras tenebrosas, a la par que su inminente (cuando se escriben estas líneas) nonagésimo cumpleaños (el día 27 de mayo de 2012, concretamente), nos dan la excusa perfecta para hablar de este actor secundario que generalmente fue mucho más importante que los protagonistas de los más de doscientos setenta productos audiovisuales (porque ya hay que hablar así: no sólo son películas, sino series de televisión, miniseries, TV movies, videojuegos…) en los que hasta ahora ha intervenido.

A Tim Burton, el director de la mentada Sombras tenebrosas, le debemos los cinéfilos muchas cosas; entre ellas, y quizá no la menor, está la de haber recuperado a algunas viejas estrellas que el cine, a veces madre, a veces madrastra (como en la canción de Ana Belén sobre España), había arrumbado al desván de los juguetes rotos. Lo hizo con el gran Vincent Price en Eduardo Manostijeras, lo volvió a hacer con Martin Landau en Ed Wood, y también con Christopher Lee en Sleepy Hollow.

Pero démosle al rewind, y recordemos cómo empezó todo en la carrera de Lee. Nacido en el seno de una familia británica de corte aristocrático, tras su intervención como militar en la Segunda Guerra Mundial se interesó por la interpretación y pronto su porte  y elegancia natural, así como su gran estatura (casi dos metros), le facilitó el acceso a los teatros de Londres. En 1946 comienza su carrera ante las cámaras, en una serie televisiva de la época, y su primer papel en un filme relevante tendrá lugar en 1951, en El capitán Horatio Hornblower, donde curiosamente daba vida a un capitán español… Durante el primer lustro de los años cincuenta interviene en pequeños papeles en algunas obras notables, como El temible burlón, de Siodmak, o Moulin Rouge, de John Huston, hasta que en 1957 inicia una fructífera colaboración con la productora Hammer en La maldición de Frankenstein, bajo la batuta de Terence Fisher, para el que compondrá algunos de los mitos del terror más característicos del género, descollando entre todos el que compuso en 1958 en Drácula, confiriéndole al viejo vampiro su apostura masculina, una suerte de erotismo soterrado que, para la época, fue un auténtico bombazo.

A partir de ahí Lee quedará encasillado durante prácticamente toda la década de los sesenta en papeles del género de terror, en los que interpretó a un variopinto bestiario, desde La momia a Fu-Manchú, e incluso algunas parodias “ad hoc”. Episódicamente, sus interpretaciones del vampiro transilvano, generalmente bajo la férula de la productora Hammer, elevaban el nivel del género y de su propia filmografía.

En los años setenta Christopher Lee, con buen criterio, busca desmarcarse de esa etiqueta que a todas luces le estaba perjudicando, pues los trabajos eran cada vez más ínfimos y de menor fuste (con decir que hasta Jesús Franco, nuestro pornómano nacional, lo dirigió en El conde Drácula…). Trabaja entonces en papeles diversos, en filmes como La vida privada de Sherlock Holmes, bajo las órdenes del gran Billy Wilder, y ensaya nuevos villanos no necesariamente encasillables en el género de terror, como el pérfido Scaramanga que interpretará en una de las más interesantes películas de la saga de James Bond de la época Roger Moore, El hombre de la pistola de oro. Sin embargo, su participación a finales de esa década en 1941, el fiasco comercial de Steven Spielberg (donde interpretaba a otro tipo de villano, en este caso el capitán del submarino nazi que ponía en jaque a Estados Unidos), no le ayudó precisamente en esta tarea suya de reafirmar una carrera diferenciada de sus malos preternaturales.

Empieza entonces una etapa oscura en la carrera de Christopher. No dejó de trabajar nunca, pero durante las décadas de los ochenta y casi todos los noventa, su carisma se perdió en olvidables series televisivas, películas de serie B, cuando no Z, y, en general, productos que no le merecían.

Tuvo que ser el mentado Burton el que le recuperara para el buen cine en Sleepy Hollow, como queda dicho, y tan contento debió quedar que posteriormente le ha utilizado en otros filmes como Charlie y la fábrica de chocolate y Alicia en el País de las Maravillas, e incluso ha usado su profunda voz en La novia cadáver.

Esa recuperación de la mano de Tim Burton propició una segunda madurez en este actor seguro y fiable, y al doblar el recodo el nuevo siglo pudimos verlo en dos de las sagas más comerciales e impactantes de los años cero de la centuria veintiuna. En la trilogía de El Señor de los Anillos componía el inolvidable personaje de Saruman, el mago atraído por la perversidad de Sauron que cambiará de lado en la mítica lucha entre el Bien y el Mal que se desarrolla en la monumental obra tolkieniana, llevada a la pantalla por Peter Jackson. En un personaje no demasiado lejano a éste, Lee interpretó en los segmentos segundo y tercero de Star Wars, El ataque de los clones y La venganza de los Sith, al Conde Dooku, heterónimo del perverso Darth Tyranus.

A partir de ahí la primera década del siglo y esta segunda en cuyos comienzos estamos cuando se escriben estas líneas se han convertido en una de las etapas más feraces de su carrera, interviniendo en sagas a las que ha conferido su elegancia natural, su talento interpretativo, su saber estar, ese tono de villano sin embargo recto (valga la aparente contradicción…) que nos remite a los mejores malos de su época dorada, los finales de los años cincuenta y primeros sesenta.

Christopher Lee cumple noventa años y sigue en activo. Acaba de terminar su aportación (tan apropiada: la voz de Drácula) en Frankenweenie, el nuevo Burton de animación, y está filmando el díptico en el que se dividirá la adaptación al cine de El hobbit, de nuevo con Tolkien como sustrato argumental y Peter Jackson en la dirección del que se prevé nuevo blockbuster que (ojalá) brille al menos a la misma altura que el anterior empeño con iguales mimbres literarios, fílmicos e interpretativos.

Lee vive una segunda madurez, para nuestro regocijo. Cabría lamentarse por los años en que su talento fue malgastado, pero de nada serviría. Limitémonos a disfrutar de su imponente presencia, un anciano que sigue trabajando con las ganas de un adolescente.