Enrique Colmena

Ha muerto José Luis López Vázquez. El visitante de CRITICALIA sabe que no soy dado a hacer necrológicas, sobre todo porque, como ocurre en el caso del actor madrileño, cuando la muerte llega en la senectud, cuando todo está hecho y hace décadas que no haces nada realmente importante, esa muerte no es sino la segunda, después de aquella primera que te atrapa cuando aún vives pero no sabes que para el cine ya estás muerto. Es ley de vida, seguramente, pero me niego por sistema a escribir obituarios fisiológicos cuando los artísticos acontecieron tanto tiempo ha.
En los casi nueve años que lleva esta página en el ciberespacio he hecho apenas cuatro o cinco necrológicas, excepciones que hoy crecen con este artículo, firmado desde el recuerdo de uno de los grandes de la interpretación en España, que conoció muy diversas épocas, pero que supo estar siempre en la cresta de la ola, hasta que le llegó su primera muerte artística, allá por los años noventa.
Mi querido amigo Juan-Fabián Delgado, también compañero en esta página y en otras aventuras críticas y cinéfilas, publicó hace años un magnífico estudio sobre su vida y su obra, “José Luis López Vázquez, el actor imprescindible”, que recomiendo a quien quiera conocer, a fondo y de forma amena, la filmografía de este intérprete todoterreno.
Las líneas que siguen, lector, no aspiran más que a pergeñar algunas ideas sobre el actor madrileño y tributarle un fugaz homenaje en recuerdo a las muchas buenas horas que nos hizo pasar a los cinéfilos españoles (y a aquellos extranjeros que tuvieron la suerte de ver sus películas).
Madrileño de nacimiento, un físico no precisamente agraciado y una evidente vis humorística le hizo encauzar su carrera en teatro y cine dentro de personajes cómicos. En los años cincuenta comenzó su feraz colaboración con Berlanga, para el que haría en esa década “Novio a la vista” y “Los jueves, milagro”. Para Ferreri hizo dos títulos fundamentales del cine español de la época, “El pisito” y “El cochecito”. Ya en los años sesenta continuó con su faceta cómica en dos obras maestras de Berlanga, “Plácido” y “El verdugo”, pero también realizó un memorable personaje en “Atraco a la tres”, el mejor Forqué de la historia. En esa misma década comienza otra de sus colaboraciones esenciales, con Carlos Saura, para el que hará en ese decenio “Peppermint Frappé” y “El jardín de las delicias”, en las que JLLV muestra una nueva perspectiva de su arte, demostrando una notable capacidad dramática, sabiendo trascender el típico aspecto de españolito salido que con tanta fortuna había sido capaz de crear en las comedietas de la época. Los años setenta será la década de su consagración en su faceta dramática, no sólo con nuevos títulos para Saura, como la emblemática “La prima Angélica”, sino para otros autores relevantes, como Pedro Olea, para quien hizo “El bosque del lobo” (donde exploró la faceta de actor de cine de terror “con contenido”) y “No es bueno que el hombre esté solo” (negro drama sobre la soledad, quizá una visión carpetovetónica de Antonioni), el críptico Francisco Regueiro en “Duerme, duerme, mi amor”, Gutiérrez Aragón en su iniciática “Habla, mudita”, y, sobre todo, Jaime de Armiñán, para quien interpreta la espléndida “Mi querida señorita”, un auténtico “tour de force” a vueltas con la identidad sexual, en tiempos en los que la mera mención de tal cosa producía sarpullidos. No abandonó tampoco la comedia, y en aquellos tiempos de la Transición Española haría un título fundamental del momento, “La escopeta nacional”, para su querido Berlanga, iniciando una saga que tendría hasta dos capítulos más, bien que con decreciente interés.
En los años ochenta empieza su cuesta abajo como actor: ya con una edad provecta, y con intereses para el público muy distintos de los vigentes durante las décadas anteriores, López Vázquez interviene en papeles episódicos en algunos filmes relevantes como “La colmena”, “La corte de Faraón” o “Esquilache”, pero su estrella ya va declinando. Así las cosas, los años noventa apenas si puede espigarse algún título de interés, como “El maestro de esgrima”. JLLV ya es reclamado sólo para personajes secundarios, casi siempre muy inferiores a su valía como actor, pero que el madrileño sabía poner en valor, como dicen ahora los cursis. López Vázquez se centra entonces en teatro y, sobre todo, televisión, en series cómicas como “Los ladrones van a la oficina” o “Manos a la obra”, cuyas ambiciones no iban mucho más allá de entretener modesta, a veces zafiamente. Todavía en esa época lo llama Berlanga para una última colaboración, “Todos a la cárcel” (de insospechada actualidad: la corrupción política que no cesa…). En el siglo XXI, sus apariciones en la gran pantalla se espacian, casi siempre sin relieve y con escasa “carne”: “Torrente 2. Misión en Marbella” y “Luna de Avellaneda” son dos de esos títulos, no precisamente afortunados.
JLLV trabajó con los más grandes del cine en España: Berlanga, Saura, Camus, Forqué, Ferreri, Regueiro… También con la clase media: Olea, García Sánchez, Bodegas, Rovira-Beleta, Armiñán… Por eso no es relevante que lo hiciera también para directores de poca monta: Ozores, Balcázar, Palacios, Lazaga, Luis M. Delgado… que realizaron con él un cine de baja estofa, pero en el que el genio de López Vázquez siempre brilló sobre la ganga de los mamarrachos que le tocó hacer.
En cuanto a su estilo, López Vázquez era todo efervescencia en sus papeles cómicos (ese libidinoso contable de “Atraco a las tres”…), para convertirse en intérprete interiorizado en sus personajes dramáticos (véase el extraordinario protagonista de “La prima Angélica”). Supo siempre encontrar ese punto exacto que no debía traspasarse para no caer en el ridículo o, por el contrario, en el cripticismo ininteligible. Si hubiera que asemejarlo con algún actor norteamericano, yo apostaría por un Jack Lemmon: el paralelismo es obvio, porque también el gran actor de “El apartamento” supo combinar, y de qué forma, su extraordinaria vis cómica con una inusual fuerza dramática.