Enrique Colmena

El estreno de “Todos estamos invitados” (ver crítica en CRITICALIA), una nueva aportación al tema del terrorismo etarra, aunque no precisamente brillante, trae a primer plano de la actualidad la carrera como director del cántabro Manuel Gutiérrez Aragón, un hombre que durante las décadas de los años setenta y ochenta realizó notables películas que le convirtieron en uno de los nombres de referencia del cine español.
Así, llamó la atención por primera vez en 1971 con un cortometraje, “El Cordobés”, una peculiar visión sobre el famoso torero de la ciudad de los Califas, que le facilitaría el salto al largometraje dos años después en “Habla, mudita”, una curiosa aproximación al tema de la incomunicación (por aquellos años todavía en boga, gracias al impacto del cine de Antonioni en aquellas generaciones), película extraña y de tono frecuentemente zombi, disfuncional pero a ratos interesante, con un José Luis López Vázquez ya definitivamente olvidada la etapa de españolito permanentemente salido que cultivó con fruición durante los años sesenta. No era un buen filme, pero sí tuvo el raro honor de ser escogida para representar a España en los Oscar, justo el mismo año en el que se estrenó “El espíritu de la colmena”, obra maestra de la década del cine español, extrañamente apartada de esa carrera oscarizable.
A partir de ahí, la filmografía de Gutiérrez Aragón se fue enriqueciendo paulatinamente: en 1977 realiza “Camada negra”, una estimulante aproximación al mundo de las bandas ultraderechistas de la época, en un momento histórico, la Transición, en el que el fenómeno del búnker aún tenía una fortísima importancia en la política española. Al año siguiente MGA dirige una extraña historia, “Sonámbulos”, sobre el PCE y la enfermedad (temas no necesariamente vinculados…), que no tendría mucho éxito pero sí robusteció su prestigio ante la crítica, por más que el cripticismo del filme lo hiciera casi ininteligible. Un año después hace la que probablemente sea su mejor película, “El corazón del bosque”, una versión libérrima, y ubérrima, del clásico de Joseph Conrad, “El corazón de las tinieblas”, para después hacer “Maravilla”, un a modo de cuento sobre la magia en pleno corazón cañí de Madrid y de una comunidad hebrea. Durante los años ochenta MGA rueda varios filmes de interés, desde “Demonios en el jardín”, con la mirada ingenua del hijo pequeño de un guardia de Franco sobre la España de la primera postguerra, hasta “Feroz”, una muy estimulante fábula animalista que no tuvo el eco que se merecía, a la que siguió una comedia brillante aunque algo vacía, “La noche más hermosa”, para redondear el cine de esos años con “La mitad de cielo”, donde Gutiérrez Aragón hablaba, en su peculiar estilo entre lo cotidiano y lo maravilloso, del universo femenino.
Sin embargo, “Malaventura”, su película de 1988, fue un fiasco, tanto crítico como comercial, una historia casi catatónica sobre un chico que inopinadamente deja de hablar. A comienzos de los años noventa el director cántabro hace una incursión en la televisión con la serie “El Quijote de Miguel de Cervantes”, probablemente su última gran obra audiovisual, que contó con la inestimable ayuda de dos grandes de la interpretación como Fernando Rey y Alfredo Landa para los primeros papeles.
Pero en 1993 MGA asume la presidencia de la Sociedad General de Autores de España (SGAE), y parece como si desde ese momento su talento, que intermitentemente nos había extasiado, se evaporara: fue como si la atención a la burocracia y a las tareas representativas que el importante cargo, inevitablemente, conllevan, hubieran actuado como un papel secante sobre la hasta entonces indudable capacidad creativa del santanderino. Se suceden entonces, uno tras otro, títulos manifiestamente olvidables: “El rey del río”, donde sólo brillaba la capacidad interpretativa de Alfredo Landa; “Cosas que dejé en La Habana”, con la estrella emergente cubana Jorge Perugorría, pero sin alma ni interés; ya en el siglo XXI, “Visionarios”, que, fiel a su título, fue visto y no visto; “El caballero Don Quijote”, nueva aproximación a la figura seminal de la literatura española, pero que no tuvo, ni de lejos, la repercusión de su anterior empeño en ese mismo tema; “La vida que te espera” y “Una rosa de Francia”, igualmente prescindibles; y la actual “Todos estamos invitados”, acercamiento desaprovechado a un tema, el de los intelectuales vascos españolistas acosados por el terror etarra, que bien hubiera merecido otro tratamiento y, sobre todo, otro resultado.
Aunque MGA dejó la presidencia de la SGAE en 2001, después ha continuado como presidente de la Fundación SGAE y últimamente dirige el Instituto Buñuel, así que está claro que no le hace ascos a la burocracia: peor para él y, lo que es aún más malo, peor para nosotros, que hemos perdido a un director con interesantes cosas que decir, que ha preferido cambiar su talento por un plato de lentejas, o así…