El profesor Rafael Utrera Macías, amigo y maestro, ha publicado en Criticalia un interesantísimo acercamiento, riguroso, ameno y, en el mejor de los sentidos, académico, a la vida y la obra de Pier Paolo Pasolini, poeta, filósofo, pensador, novelista, ensayista, guionista, director de cine, actor, figura cultural clave del siglo XX; el motivo de ese extraordinario díptico (que el lector interesado puede consultar aquí: I y II) es la conmemoración del centenario del nacimiento del cineasta boloñés, venido al mundo el 5 de marzo de 1922.
Por nuestra parte, mejor dicho, por mi parte (permitirá el lector que aparque, por una vez, el habitual plural de modestia), tengo la intención de hacer una aproximación en clave emocional, o sentimental, a Pasolini, con igual motivo pero en mi caso hablando de un acontecimiento relacionado con él que, a mi entender, contribuyó poderosamente a que, no mucho después, abrazara con devoción (porque la devoción no tiene que ser necesariamente religiosa, como el propio DRAE reconoce) la actividad de crítico de cine, actividad que, cuatro décadas largas más tarde, sigo ejerciendo con mayor o menor fortuna.
Vamos allá: corrían los primeros años setenta; Franco gobernaba España aún con mano de hierro, pero ya en esa época que la Historia conoce como el Tardofranquismo, el tiempo en el que era evidente que el dictador estaba ya próximo a “entregar la cuchara”, como decimos en mi tierra cuando la Parca empieza a asomar su siniestro rostro. En ese tiempo, hacia principios de 1974, yo era un jovenzuelo de 16 años que había descubierto que el cine podía ser otra cosa que hora y media de mero entretenimiento; lo había hecho a través de un programa de la entonces Radio Popular de Sevilla (ahora una emisora de la COPE), Vida de Espectáculos, que en aquella época, todos los días, hacia las 15,30 horas, aproximadamente, y durante una media hora, ofrecía una variada panorámica sobre el cine, con críticas de estrenos, bandas sonoras, artículos, reseñas de libros de cine, orientaciones... el programa lo dirigía Francisco Casado, y en él se difundían con frecuencia también los textos de Rafael Utrera y Juan-Fabián Delgado, habituales colaboradores del espacio radiofónico; a los tres los considero mis maestros en esto del cine (y no solo del cine...), y a día de hoy me honran, me colman, publicando en Criticalia lecciones de cine. Pues la audición diaria de aquel Vida de Espectáculos, que se iniciaba a los acordes entrañables del España, de Chabrier, puso la semilla indeleble en aquel niño de 16 años que no tenía mayormente idea de lo que quería ser en la vida. El devenir profesional, el “pane lucrando”, llegó por otros derroteros, más prosaicos, que no vienen al caso, pero el devenir vocacional empezaba a dibujarse como una pantalla en la que contemplar películas y una mente que intentara analizarlas, desmenuzarlas, entenderlas, quizá con la intención, todavía probablemente inconsciente, de trasladar esas impresiones a otros.
Fue un tiempo ciertamente fascinante, el de descubrir, por primera vez, a gente que ya formaban parte de la Historia del Cine, pero que para aquel zagal peinado a la raya (porque alguna vez, os doy mi palabra, tuve pelo...), aquel gafitas cuatro ojos, eran perfectos desconocidos, hasta que Vida de Espectáculos me los fue revelando. En aquel 1974, con 16/17 añitos, me enfrenté por primera vez a Bergman (Gritos y susurros, nada menos, como un chute de ayahuasca y peyote para un crío de mi edad...), Visconti (Luis II de Baviera, que es como en España se tituló su Ludwig, el retrato tan turbador del llamado “rey loco”), Saura (La prima Angélica, críptica y a la vez diáfana), Polanski (la tremenda Repulsión, estrenada casi diez años después en España), Buñuel (El discreto encanto de la burguesía, todo un curso acelerado de surrealismo) y Kubrick (la seminal 2001, Una Odisea del Espacio, vista en una reposición con honores de estreno en la pantalla infinita del entonces Avenida Vistarama, toda una experiencia...), entre otros directores.
1975 supuso el descubrimiento en pantalla (porque a través de las ondas, del programa de Casado & Delgado & Utrera ya los conocía) de Loach (la combativa Family Life), Coppola (el tan potente como melancólico drama La conversación), Truffaut (esa belleza romántica en España titulada Las dos inglesas y el amor), Chabrol (Accidente sin huella, que en mi caso sí que dejó mucha ídem...), Wilder (la divertida, irónica, inteligente Primera plana, que estaba a la altura de sus ilustres predecesoras)... pero también pioneros como Chaplin (Tiempos modernos, ácida crítica del mecanicismo a todo trance, con el último Charlot mudo), porque pronto aprendí que, además de en las salas comerciales, incluso en mayor medida, había mucho y buen cine en los cineclubs, aquellos templos en los que se forjaron tantas vocaciones cinéfilas.
Casi a finales de ese 1975 tendrá lugar en España un hecho histórico que marcará (para bien, hay que decirlo pronto) el devenir del país en las siguiente décadas: el 20 de noviembre muere Francisco Franco, que ejerció como dictador del estado durante casi cuarenta años, y con esa muerte se abría un período de incertidumbre que la mayoría del pueblo esperaba condujera hacia una democracia plena: es el período histórico que se conoce como la Transición. Pero ese mismo mes de noviembre, el día 2, tendría lugar otro suceso de distinto tipo y aún hoy no suficientemente aclarado, el asesinato en la playa de Ostia, en Roma, de Pier Paolo Pasolini, a manos de Giuseppe “Pino” Pelosi, uno de esos “ragazzi di vita”, de esos chaperos, que el propio PPP había descrito profusamente en su poliédrica obra.
Así que entramos en 1976 con una extraña sensación en el cuerpo: miedo, por lo que podía suponer la nueva situación (el recuerdo de la Guerra mal llamada Civil –porque no pudo ser más incivil...-- aún estaba reciente en las generaciones adultas) y esperanza, por los cambios que tantos esperábamos, en términos de libertades públicas, derechos civiles, desaparición de todas las censuras... En ese primer trimestre, apenas unos meses después del alevoso asesinato de Pasolini, se produce el hecho que justifica este artículo, la puesta en marcha en el Cineclub Vida, el decano de los entonces existentes en la ciudad de Sevilla (creado por los jesuitas en el segundo lustro de los años cincuenta, nada menos, en pleno franquismo rampante...), de un amplio ciclo dedicado a la figura del poeta y cineasta boloñés. Al frente de ese ciclo, incluyendo las presentaciones de las películas, estuvo el jesuita José-Ramón Díaz Sande, al que en algún lugar he descrito, admirativamente, como un “loco genial”. Corría el mes de marzo de ese 1976, y en aquel templo cinéfilo comenzaba una experiencia ciertamente difícil de olvidar. Como Fellini, yo también puedo decir “a m'arcòrd”, “yo recuerdo”, y rememorar el rito de subir aquellas empinadas, inmisericordes escaleras, dos tramos de quizá 25 peldaños cada uno, sin descansillos, hasta llegar, con el resuello perdido, a la sala donde nos recibía un peculiar olor, que algunos atribuirían al polvo condensado por los años, pero otros creíamos a pies juntillas que era el puro aroma de la cinefilia.
En ese templo alejado de las superficialidades del cine comercial se inició en aquel todavía invierno (recordamos que estábamos a principios de marzo de 1976), un ciclo que presentó buena parte de la filmografía de Pasolini, en su mayoría inéditos en España. Fue el caso del debut del poeta en el cine, Accattone (1961), que no se había estrenado comercialmente en nuestro país y pudo ser vista en el cineclub ignaciano: ni que decir tiene que aquella película sobre pobres de solemnidad (“accattone” es, literalmente, “mendigo” en italiano), en la que Pasolini dio un paso más en el Neorrealismo, descendiendo con todas sus consecuencias hasta los marginales que poblaban (no sé si el tiempo verbal es el correcto...) los suburbios de Roma, como de cualquier gran ciudad, con intérpretes no profesionales, como Franco Citti, que se convertiría en uno de sus actores-fetiche.
Se pudo ver después en este ciertamente inolvidable ciclo Edipo, rey (1967), ésta sí estrenada en su momento en España, se supone que por la coartada culturalista de estar basada en un texto clásico griego, aunque con el título de Edipo, el hijo de la Fortuna, un muy particular acercamiento a la tragedia de Sófocles, con prólogo y epílogo en el siglo XX, y la historia del (involuntario) creador del freudiano complejo de Edipo como eje central del film, de nuevo con Citti en el atribulado papel principal.
El Evangelio según San Mateo (1964) sería la siguiente película que nos fue dado ver en aquel ciclo del Vida, la más realista, casi naturalista, de las versiones que se hayan hecho de la vida y obra de Jesús de Nazaret, rodada curiosamente en Italia (la continental, pero también Sicilia, localización del desierto de las tentaciones). Acostumbrado a las visiones sagradas y de estampita que el cine había hecho sobre la vida de Jesús (La historia más grande jamás contada y Rey de Reyes, entre otras), aquella historia en la que lo sobrenatural era pasmosamente natural, en la que el Hijo de Dios era, más que nunca, el Hijo del Hombre, fue todo un impacto... Aún recuerdo la explicación que Díaz Sande nos dio, quizá movido por ese clériman (el alzacuellos clerical) que jamás uso (es legendario que José-Ramón siempre llevaba un pico de la camisa por fuera del jersey, y el otro por dentro...), sobre el título español El Evangelio según San Mateo, en contraposición con el original Il Vangelo secondo Matteo, que obviaba el tratamiento sagrado: nos explicó Díaz Sande que en italiano es costumbre que los evangelios estén denominados solo con el nombre del apóstol correspondiente (Matteo, Luca, Marco e Giovanni, o lo que es lo mismo, Mateo, Lucas, Marcos y Juan), “sin” alusión a su carácter de santo, pero que en España la costumbre es incluir esa circunstancia, de ahí la traducción del título al español.
En los años sesenta fue frecuente el rodaje de películas de episodios; Pasolini intervino como director en varias de ellos, y algunos de sus segmentos pudieron ser vistos también en este ciclo. Así, del film Ro.Go.Pa.G. (1963) (peculiar acrónimo de Rossellini, Godard, Pasolini y Gregoretti, directores del film) se pudo ver el episodio La ricotta, filmado por Pasolini, ambientado en el supuesto rodaje de una película sobre la Crucifixión (ya entonces PPP acariciaba la idea de filmar la vida de Jesús), de ribetes tragicómicos, con un extra que debería interpretar al Buen Ladrón y al que una indigestión de requesón (la “ricotta” del título original) hará morir, literalmente, en la cruz. Muy apropiadamente, el papel del director del film en cuestión lo interpretaría Orson Welles...
El documental La rabbia (1963) contó con dos segmentos, uno dirigido por Giovannino Guareschi (sí, el padre literario de los famosos Don Camilo y Peppone) y otro por Pasolini; el episodio de Pier Paolo, titulado igualmente La rabbia, se pudo ver en aquel ciclo, un documental ciertamente rabioso (en su acepción de enojado o airado) en el que el poeta boloñés se despachaba a gusto con respecto a la alienación de la sociedad moderna y apostaba vehementemente por un comunismo de rostro humano, preludiando quizá el eurocomunismo que Berlinguer, el secretario general del PCI, abrazó en los años setenta.
Muy distinta fue su aportación al film de episodios Amore e rabbia (1969), en el que también dirigieron Bellocchio, Godard, Lizzani, Bertolucci y Tattoli. El episodio pasoliniano se tituló La sequenza del fiore di carta (literalmente, “la secuencia de la flor de papel”), en un film que buscaba reinterpretar los Evangelios en clave moderna, y en el que PPP habló, fundamentalmente, de la inocencia y de cómo esta es incompatible con la vida actual, con otro de sus actores-fetiche, Ninetto Davoli. Ese episodio también pudimos verlo en el ciclo sobre Pasolini del Vida, así como el que el cineasta dirigió para la película de “sketches” Capriccio all’italiana (1968), cuya dirección compartió con Bolognini, Monicelli, Steno, Zac y Rossi (Franco, no Francesco), film en clave de comedia en el que Pasolini, por supuesto, en su episodio titulado Che cosa sono le nuvole? (literalmente, “¿qué son las nubes?”), con sus entonces habituales actores Totò y Davoli, hizo algo muy distinto a lo que se esperaba, una reinterpretación del Otelo shakespeariano en clave de imaginarios títeres, de alguna forma una reflexión sobre el arte y su acercamiento al público.
El último film que se pudo ver fue un largometraje al uso (por el formato de largometraje, queremos decir, no por el tema...), Uccellacci e uccellini (1966), que en España se estrenó comercialmente con el título de Pajaritos y pajarracos, una fábula en clave de comedia negra, también de comedia marxista (aunque, es cierto, parece una “contradictio in terminis”...), de nuevo con Totò y Davoli al frente, en la que dinamitó los cánones de la comedia italiana, y que sería, como decimos, la última de las proyecciones que nos fue dado contemplar a los cinéfilos que asistimos a aquel ciclo ciertamente inolvidable.
Ese mismo año de 1976, ya en exhibición comercial, pudimos completar parcialmente la filmografía pasoloniana con dos pesos pesados de su carrera, Teorema y Porcile (aquí titulada Pocilga), ambas rodadas casi una década antes, y con la desaparición de la censura en abril de 1977, se pudo ver también la Trilogía de la Vida (El Decamerón, Los cuentos de Canterbury, Las 1001 noches), y en 1980 el inicio de la inconclusa Trilogía de la Muerte: Saló, o los 120 días de Sodoma, la obra póstuma de Pasolini.
Por supuesto, no solo fue ese ciclo del Cineclub Vida el que me impulsó a imaginar un futuro dentro de la crítica cinematográfica; hubo otros momentos de intensidad cinéfila en aquellos años, como la visión de la mentada Gritos y susurros, con solo 17 años, o la de la deslumbrante Barry Lyndon (“un milagro del cine”, en palabras del mítico crítico Alfonso Sánchez), con apenas 20. Pero lo cierto es que tengo para mí que en aquellas tardes y noches pasadas en el Vida, durante ese marzo de 1976 en el que todavía no se sabía qué iba a pasar conmigo, qué iba a pasar con nosotros, tanto individual como colectivamente, es muy posible que ya, quizá inconscientemente, germinara la idea de que, algún día, yo también podría hablar, comentar, analizar, glosar, publicar aquella otra forma, tan distinta, de ver el cine.
Y así fue que poco más de tres años después, el Viernes día 1 de junio de 1979, di a conocer en público por primera vez una crítica mía; fue en la emisora sevillana La Voz del Guadalquivir (poco después redenominada Radio Cadena Española, y años más tarde absorbida por RTVE), en el Informativo Mediodía que dirigía y presentaba la admirada y llorada Nina Salvatierra, una periodista de raza de la que tanto aprendí. En aquel primer espacio, con 22 años recién cumplidos, leí (con la voz levemente temblorosa de quien se enfrenta por primera vez a un micrófono, quizá consciente de que, al otro lado, miles de personas escuchaban...) la crítica de El trío infernal, una película de Francis Girod con Romy Schneider y Michel Piccoli.
Pero ésa es ya otra historia...
Ilustración: Franco Citti, en una imagen de Accattone (1961), debut en la dirección cinematográfica de Pier Paolo Pasolini.