Enrique Colmena
Se estrena
Guerra Mundial Z, con las mejores cifras de recaudación que haya tenido jamás una película de zombies, y nos place hablar sobre una curiosidad en la que no sé si han reparado: dentro del bestiario habitual del cine de terror (hablamos de los clásicos, no de los recién llegados, tipo Jason de
Viernes 13 o Michael Myers de
La noche de Halloween) hay dos monstruos, el vampiro y el zombi, que parecen primos lejanos, aunque uno de es familia exquisita y el otro es un garrulo, un cateto a babor (y a estribor…), un lerdo con patas.
Ambos tienen semejanzas evidentes: están muertos pero tienen vida tras la muerte; se alimentan de sus congéneres (carne o sangre, según el caso); ambos también sólo pueden ser eliminados mediante procedimientos especiales, ya sea la consabida estaca en el corazón o el tiro en la cabeza.
Pero el primero, el vampiro, es un aristócrata, un tipo de buena familia con un refinado gusto: elegante como él solo, le sientan la mar de bien las capas, como al Drácula que compusieran Bela Lugosi y Christopher Lee, con tan buena pinta que uno se los imagina en Cannes, Niza o Montecarlo, a bordo de majestuosos Rolls Royce, con el yate atracado en el pantalán privado y un mayordomo tipo Hudson (sí, el de aquella vieja serie televisiva británica,
Arriba y abajo) vestido de librea acompañándolo a su cámara para desvestirlo; eso sí, corría el lacayo el peligro de que, si su amo tenía gazuza, podía pasar de quitar la ropa a su patrón a servirle de tentempié…
En cambio, el zombi es como la zurrapa de las bestias del género: en contra de lo que ocurre con el vampiro, que mantiene siempre un aspecto impecable y un cutis como de culito de bebé, el zombi se descompone a ojos vistas y tiene siempre un aspecto deprimente, con pinta de necesitar un buen exfoliante, una crema hidratante y una manita de bótox para ocultar sus deficiencias dérmicas. Ello por no hablar de su lamentable forma de andar, enteramente como si fueran muertos vivientes; igualito que los vampiros, que no parecen ni tocar el suelo...
Además, llegado el momento del yantar, el vampiro siempre tiende a zonas delicadas, nobles, como el cuello, donde hincar el diente parece que molesta menos, donde se muerde como pidiendo permiso; en cambio, ese pariente zafio y malencarado que es el zombi muerde donde le pilla, con cierta predilección por zonas abdominales, con la consecuente y nauseabunda profusión de higadillos desparramados, qué asco; también muestra tendencia a morder en los brazos, sobre todo a aquellos a los que contagia, mientras que los infectados por el vampiro siempre lucen como galón un par de puntitos diminutos, elegantísimos, en sus longilíneos cuellos.
Una cosa lleva a la otra: el vampiro es con toda probabilidad el más sensual de los monstruos creados por el genio humano; sobre todo en la versión popularizada por los mentados Lugosi y Lee, pero también en otras adaptaciones posteriores; recuérdese, por ejemplo, el Drácula que compuso Frank Langella en el filme homónimo de John Badham de los años setenta, un vampiro de armas tomar, un caballero que despertaba en las féminas más de un rebullir de pajarillas. Pero es que incluso en el cine posterior, que se ha hecho mucho más descreído y prosaico, los vampiros han exacerbado ese erotismo que casi siempre es latente, pero que cada vez más frecuentemente es incluso patente; los vampiros
malos de la serie
Blade son muy “technos”, sí, pero también muy rijosos, muy sexuales; incluso el propio Wesley Snipes, el vampiro
bueno, es un “sex symbol” tipo macho-man en versión “nigger”, como una versión remozada y aerodinámica del detective Shaft de los años setenta. En el apartado de las vampiresas tenemos también hermosos ejemplares, como la Kate Beckinsale de la serie
Underworld. Los más recientes parecen compartir lo lujurioso con lo humorístico, como el vampiro que personifica Johnny Depp en
Sombras tenebrosas de Tim Burton, que se debate entre los ejercicios de lascivia acrobática a lo Nacho Vidal y los movimientos cómicos a lo Chiquito de la Calzada.
En cambio, ¿quién querría tener un rollito con un zombi? Sólo alguien con una parafilia muy, muy bizarra puede pensar siquiera en rozar sensualmente la piel de estos individuos de aspecto deprimente, que en vez de susurrar palabras de amor rugen cual leones en celo, y que cuando te
comen la oreja se te pueden llevar el lóbulo como te descuides... No, los zombies, en cine, son sólo objeto de diana: un zombi en pantalla es como un gigantesco objetivo que está diciendo, dispárame, dispárame, o dame con el hacha, o con el bate de béisbol; quizá la única excepción, al menos cuando se escriben estas líneas, sea la del
teenager de
Memorias de un zombie adolescente, la primera historia de amor en la que Romeo se quiere comer a su chica
literalmente, aunque consiga resistirse, y donde no está muy claro que, fiambre él, consiga que, llegado el momento de la verdad, ciertas partes túrgidas de su cuerpo consigan estar a la altura de las circunstancias...
Así que parece quedar meridianamente claro que los vampiros y los zombies, aunque emparentados, en la realidad pertenecen a clases muy diferentes. Siempre ha habido clases, afirma el (muy clasista) aforismo español, pero es que las hay hasta para comerse a un prójimo, no te jode...
Pie de foto: Johnny Depp, entre Nacho Vidal y Chiquito de la Calzada, en
Sombras tenebrosas, de Tim Burton.