Dead slow ahead

Mauro Herce ha sido director de fotografía en filmes tan raros como Arraianos u O Quinto Evanxeo de Gaspar Hauser. Ello ha de imprimir carácter, porque este Dead slow ahead parece beber en ese mismo tipo de cine “anarrativo” que ahora parecen querer poner de moda, como si la función primera del cine no fuera la de narrar historias, como hicieron nuestros tatarabuelos, tras bajarse de los árboles, al amor de la lumbre recién descubierta, contando relatos de caza de ciervos, o quizá de mamuts.

Dead slow ahead nos muestra la singladura de un buque de carga, el Fair Lady, tripulado mayormente por marinos filipinos. Apenas hay diálogos, y casi todo se va en darnos imágenes más o menos sugestivas sobre el barco, el mar, la carga que transporta, las incidencias del viaje, además de detalles del tipo planos del buque, giróscopos, brújula, grúas… Se ha dicho que todo ello se sintetiza en una especie de paisaje alucinado a la manera del Tarkovski de Stalker o Solaris, pero lo cierto es que lo que hay es un regusto por buscar la imagen impactante, antes fotografía que cine. Porque Solaris, o Stalker, era algo más, mucho más que un mero paisaje; ese paisaje servía a la historia que se contaba, a la peripecia que ocurría, por muy subterránea que fuera (que lo era). En el filme de Herce hay un regusto esteticista, con frecuencia rebuscadamente feísta, en lo que se quiere una reflexión sobre el Hombre en el siglo XXI y los “no-lugares” en los que ha de vivir, trabajar, morir.

Pero todo eso lo dicen las gacetillas, porque lo que es la película (que es donde debe decirse, o intuirse, o sugerirse) no se dice. Así las cosas, Dead slow ahead queda como lo que es, un curioso experimento en el que prima la imagen fija antes que la animada, los encuadres rebuscados, la iluminación saturada o desvaída, según interese, los largos, larguísimos planos que a veces pareciera imitar el cine de Béla Tarr, y poco más.

La película consiguió el Premio del Jurado en el Festival de Locarno, confirmando con ello que los jurados en los festivales tienen tendencia a la provocación, o a la extravagancia, cuando no directamente a la metedura de pata.