CINE EN SALAS
Parece evidente que Nicole Kidman, a estas alturas, hace literalmente lo que quiere. Lo que queremos decir es que a una actriz como ella, que es también una estrella más que asentada en el cine norteamericano y mundial, le llegarán (bueno, a su representante...) todos los años decenas de guiones para que los interprete. Por eso, película o serie que hace es porque quiere hacerla, no porque tenga necesidad económica de ello, siendo una de las actrices más consideradas y mejor pagadas de Hollywood. Por tanto, si ha hecho esta (fallida, digámoslo ya, como anticipábamos en el titulillo de esta crítica) Babygirl, es evidente que es porque le ha interesado algo en ella.
Podríamos convenir en que eso que le ha interesado es precisamente interpretar una historia en la que ella se tiene que batir el cobre a base de abrirse brutalmente desde un punto de vista íntimo, con escenas en las que, con la cámara sobre su rostro, habrá de simular varios orgasmos (que, por cierto, dejan en nada el famoso de Meg Ryan en una cafetería en Cuando Harry encontró a Sally...), ciertamente con una capacidad de convicción encomiable; también la relación sinuosa, esquinada y (también) tóxica que entabla con un becario que casi podría ser su nieto (le lleva al actor casi treinta años...) parece que ha podido interesarle, sobre todo porque su personaje, Romy, una empoderada directora ejecutiva, la CEO de una gigantesca empresa especializada en distribución de paquetería (vamos, una especie de trasunto de Amazon...), concibe, al parecer por algún oscuro (y no aclarado...) trauma de infancia, el placer sexual a partir de una relación de dominación/sumisión, siendo ella la sumisa y precisando ardientemente de un amo que le ordene lo que tiene que hacer... justo todo lo contrario de su relación profesional con sus empleados, en la que ella es la que manda, con poderío y absoluta seguridad, y los demás los que obedecen sin rechistar.
Esa inversión de roles ciertamente puede ser interesante verla plasmada en imágenes, sobre todo si se la dota de la adecuada intensidad dramática y se la fundamenta correctamente. Pero nos tememos que aquí solo se consigue, y apenas parcialmente, la primera de esas dos premisas, mientras que la segunda naufraga absolutamente.
La historia, ambientada en el Nueva York actual, comienza fuerte, con una pantalla en negro en la que solo escuchamos los gemidos de una mujer, los de Romy, en el transcurso de un coito con su marido, Jacob; gemidos que, después lo sabremos, son más falsos que Judas... inmediatamente después de ese orgasmo mentiroso, Romy marcha a su ordenador portátil y ahí contempla un vídeo porno en el que una chica es ordenada de forma tonante por un individuo, con cuya contemplación (y el adecuado movimiento dactilar...) sí que llega al éxtasis sexual. Vemos más tarde que Romy, Jacob y sus hijas adolescentes forman un hogar que podría considerarse ideal. Cuando Romy, en su trabajo, en el que ocupa una de las más altas categorías ejecutivas, conoce al becario Samuel, parece que algo empieza a surgir en ella, y no es precisamente un sentimiento protector, como afirmará varias veces a lo largo del film...
Pero los diálogos son insustanciales, repetitivos, con frecuentes afirmaciones y negaciones cruzadas, diálogos que no hacen avanzar en absoluto la narración, sino que se mantienen siempre en el mismo punto: ella en plan hembra alfa (¿les gusta la expresión? Se las regalo...) en las escenas en las que están vestidos en la oficina, y en plan (casi) perrita faldera cuando tienen escenas de sexo, en la que ella se pliega absolutamente a los dictados de él, que por cierto actúa así al percatarse de lo que le va a ella, ese rollo dominación/sumisión.
Por supuesto, el deseo femenino (y el masculino, aunque en otra onda) es un intangible que puede dar (y, de hecho, ha dado) mucho de sí en el audiovisual (como también en poesía, novela y teatro), pero nos parece que esta Babygirl, más allá de la total entrega que hace Kidman a su personaje, poco aporta a un tema ciertamente vidrioso pero evidentemente atractivo. A la película le sobran perfectamente veinte minutos, que podrían ahorrarse en idas y venidas de los amantes, en ese “sí, pero no; no, pero sí” en el que se convierte cada vez que el becario veinteañero y la ejecutiva cincuentona se encuentran para follar o para ser humillada (o las dos cosas a la vez). Con ese recorte, y unos diálogos que merecieran la pena, la película quizá hubiera mejorado; porque, ciertamente, mientras que (volvemos atrás) el deseo masculino está superexplorado en la pantalla, el femenino lo ha sido menos, y con demasiada frecuencia desde una perspectiva masculina (y, ¡ay!, dirigida también a los hombres...), con lo que hubiera estado bien que se explorara más a fondo ese deseo en clave de mujer, incluso aunque sea en una relación de este tipo (amo/esclava) que, ciertamente, no es precisamente lo más habitual, y en la que se pueden dar situaciones de dominio inaceptables, aunque en este caso el consentimiento mutuo es claro y evidente.
Así que ¡bravo! por el esfuerzo titánico de Kidman para representar los delirios eróticos de esta mujer con poder efectivo en su profesión pero insatisfecha en su vida íntima (a pesar de gozar, supuestamente, de una vida sexual plena con su marido...), pero sin que podamos decir lo mismo de este tercer largometraje de la holandesa Halina Reijn (Ámsterdam, 1975), una exquisita actriz de largo recorrido sobre las tablas (ha interpretado a todos los grandes, de Shakespeare a Chéjov, pasando por Ibsen, O’Neill, Esquilo, Cocteau...), que desde hace unos años ha iniciado una incipiente carrera como directora, siendo este su tercer largometraje como tal. Pero nos parece que a Reijn le hace falta todavía bastante para llegar a convertirse en una buena realizadora cinematográfica. Entendemos su intención de provocar (¡qué sería del arte sin provocación!), de transgredir, de presentar en pantalla una relación incómoda... pero el cine es algo más que eso: después hay que “vestirlo” adecuadamente, hay que fundamentarlo, hay que darle la forma más conveniente para que la historia (ese “mensaje” que decían los críticos de hace medio siglo) llegue sin ambages al público. No es el caso.
Tampoco ayudan decisiones estrambóticas de guion (original de la propia Reijn, así que no puede echarle la culpa a otro/a), como convertir en un pispás al amantísimo marido, un dechado de virtudes, en un energúmeno irascible y volcánico cuando se entera de la infidelidad de su mujer (y eso que solo le cuenta lo mínimo...), en una falta de coherencia guionistica fuera de tono y sin sentido, incluso con arranque de brutal violencia física hacia el bollycao con el que su mujer se alegraba las pajarillas.
Ya está dicho todo de Kidman: ella es lo más interesante, con diferencia, de la película, lo demás es manifiestamente prescindible. Curiosamente, ella y Antonio Banderas carecen absolutamente de química entre sí, nos creemos que son marido y mujer porque nos lo dicen, pero no porque lo apreciemos en pantalla; y no es problema de ellos, sino de que no vemos “feeling” entre los dos. Tampoco es que nos creamos mucho al citado bollycao, Harris Dickinson, que no parece sea capaz de conseguir que Kidman haga algo a su dictado; es como si pusiéramos a Fofito a mandarle a Ana Botín: lo tendría crudo... Y es que Dickinson, que no es mal actor, aquí simplemente es inadecuado para el rol que le han adjudicado.
(22-01-2024)
114'