CRITICALIA CLÁSICOS
Esta película está disponible en el catálogo de FlixOlé.
Madrid, mes de marzo de 1766. Reina la majestad de Carlos III. La Casa de las Siete Chimeneas es la residencia del Marqués de Esquilache. La música de Vivaldi, el "Concierto de Primavera", inicia los "risueños compases", mientras el telón se alza; el ciego de los romances pregona el texto del licenciado don Diego de Torres y Villarroel; comienza así la representación de "Un soñador para un pueblo". Este drama histórico de Antonio Buero Vallejo fue estrenado a finales de 1958.
Treinta años más tarde, el cine español, de la mano del productor José Sámano y de la directora Josefina Molina, recurre al texto original del dramaturgo y lo convierte en película tan de sobria factura como de oportuna lección histórica. La habitual dependencia cinematográfica de los textos literarios, novela con preferencia a teatro, ha orientado en esta ocasión a sus responsables hacia una pieza dramática, de sólida estructura y enjundiosa temática, cuyo presupuesto de producción superó los doscientos cincuenta millones (en pesetas de la época), aportados, en buena parte, por la subvención del Ministerio de Cultura y por Televisión Española en concepto de derechos de emisión.
La filmografía de la directora Josefina Molina había estado más vinculada a la realización televisiva que al denominado "cine comercial"; esta andaluza de nacimiento, primera que obtuvo el título en la Escuela Oficial de Cinematografía, tuvo un resonado éxito con su película Función de noche, docudrama sobre las rotas relaciones de un matrimonio de actores, y otro, aún más celebrado, con la serie televisiva Teresa de Jesús, donde la actriz Concha Velasco conseguía una interpretación excepcionalmente inspirada y daba verosimilitud a un personaje cuyo modo de ser y actuar necesitaba la debida maestría de gesto y dicción. La experiencia de esta recreación histórico-literaria sobre "la santa" ha debido pesar a la hora de plasmar en imágenes cinematográficas, que no teatrales, el drama del soñador Esquilache y de un amotinado pueblo rebelado contra las pragmáticas que excluían el uso de la capa larga y el sombrero gacho.
Varios aspectos han debido, desde el punto de vista de la realización, ser tenidos en cuenta para conseguir un producto industrialmente sólido y aceptable estéticamente: la elección de lugares históricos, la plasmación de la oposición gobernante-pueblo y la elección de una estructura narrativa desvinculada de la pieza teatral.
Para la primera cuestión se ha podido disponer de los interiores del Palacio Real de Madrid que contribuyen así a ofrecer la necesaria verosimilitud histórica exigida por la narración. Por el segundo punto, convenía unos exteriores donde la presencia del pueblo, de la masa urbana, contestataria y disconforme, hiciera sentir su declarada oposición a los reformismos reales; en este sentido, su presencia es algo más que testimonial pudiéndose hablar de un numeroso grupo antes que de un ejército popular; una planificación en corto ofrece más actitudes que hechos, aunque en verdad suficientes si se tiene en cuenta que Esquilache está concebida como una película de "interior", es decir, del modo como vive y siente un personaje la progresiva incomprensión de la nobleza, tan vieja como reaccionaria, la de un pueblo incómodo con "el cambio" y, al tiempo, manejado por intereses ajenos a su beneficio, la de un rey que, llevando a término la sentencia de la Ilustración, "todo para el pueblo pero sin el pueblo", se ve obligado a prescindir de su ministro "soñador" porque su reforma excede la comodidad de la mayoría.
La estructura narrativa se acomoda a un cinematográfico flash-back donde la memoria de los hechos por parte del protagonista organiza la acción en un pasado/presente, eficaz recurso que se distancia por el montaje de una herencia teatral en exceso determinante. Porque, en efecto, para Buero Vallejo, el "teatro es el arte de la palabra", y ante una dramaturgia de marcada intencionalidad social, como es la suya, debe servirse de los medios más puros, el diálogo y las fuerzas de la acción, frente al abuso de efecto plástico, de ascendencia cinematográfica, llevado a cabo por el moderno teatro.
Por el contrario, la plasmación en la pantalla de una pieza dramática de tema denso y rica expresión literaria, se obliga a diversificar las acciones y a ofrecerlas con la variada gramática de una planificación basada en el primer plano como recurso eficaz para mostrar la preocupación de un gobernante que trueca su ilusión en desengaño, su poder en incomprensión, su política progresista en obligado exilio.
Los elementos simbólicos de la obra están significativamente elegidos: los relojes, las farolas, son referentes cuya simbología también advierten sobre la luz y el progreso de la reforma ilustrada; por el contrario, la sucesiva y oportuna presencia del ciego, con su machacona cantinela, es dato inequívoco de la rutina del pueblo y, al tiempo, de un cierto destino fatalista que encuentra su origen en la tragedia griega.
Por lo que a personajes se refiere, la película respeta a los existentes en la pieza original, pero añade alguno que completa eficazmente el coro palaciego y añade animadversión contra el ministro protagonista. Fernando Fernán-Gómez resuelve con tanta eficacia como profesionalidad las exigencias de un papel donde se mezcla en diversa y desigual combinación los últimos restos del poder con el desengaño de la vida, la incomprensión de su pueblo y hasta de su familia. Ángela Molina es una Fernandita que, con su juventud, insufla a don Leopoldo de Gregorio el único elixir necesario para compensar tanto descalabro junto; ella es el único representante digno de un pueblo y el símbolo de una España que tiene el destino en sus manos pero que se lo deja arrebatar con demasiada frecuencia; posiblemente, la dedicatoria que el dramaturgo hace en el original, tenga mucho que ver con la simbología de este personaje: "a la luminosa memoria de don Antonio Machado que soñó una España joven". El sueño de Esquilache, tal vez sólo se hiciera realidad en la persona de Fernandita. Amparo Rivelles interpreta el único papel inexistente en el drama de Buero; el personaje de la reina madre, Isabel de Farnesio, permite, en un parlamento tan breve como contundente, que la realeza manifieste a la nobleza de nuevo cuño el valor de su clase y de sus atributos. El resto de los intérpretes, Alberto Closas, Ángel de Andrés, Adolfo Marsillach, José Luis López Vázquez, cumplen en papeles menores a los suyos habituales.
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