Continuamos con esta segunda parte del díptico que estamos dedicando al primer cine soviético, en la conmemoración del centenario de la Revolución Bolchevique. Comentaremos ahora Octubre (1928), de Sergei M. Eisenstein y Grigoriy Aleksandrov, y El hombre de la cámara (1929), de Dziga Vértov, para finalizar con un epílogo sobre el cine de la URSS posterior a este inicial, tan espléndido.
Octubre, o la dramatización de la revolución bolchevique: Paz, pan, tierra
Con motivo del décimo aniversario de los acontecimientos que dieron lugar a la creación de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (en Octubre, según el calendario juliano, Noviembre según el gregoriano, como ya hemos comentado), la comisión encargada por el gobierno para festejar tal efeméride preparó una serie de proyectos y actos entre los que se encontraba la filmación de una dramatización de la revolución bolchevique. Sergei Mijailóvich Eisenstein, que ya había dado la mayor página de gloria al cine soviético con su magistral El acorazado Potemkin, es encargado de ello, junto a un también muy joven Grigoriy Aleksandrov.
Los guionistas tomaron como base el libro de John Reed Diez días que estremecieron el mundo para narrar la forma en la que el Gobierno Provisional encabezado por Kerenski se mostró incapaz de retirar a los ejércitos rusos de la Segunda Guerra Mundial, que estaba empobreciendo a marchas forzadas al país, por lo que las distintas facciones socialistas, fundamentalmente mencheviques (socialdemócratas) y bolcheviques (comunistas), conspiraron para hacerse con el poder. Tras una primera intentona en julio, abortada por la represión del gobierno, el progresivo deterioro de la situación y el aumento de la miseria del pueblo llano puso las bases para que los socialistas se pusieran de acuerdo para asaltar el poder. Kerenski huye cuando se ve en peligro, y el Batallón de la Muerte, que defendía el Palacio de Invierno, luchará denodadamente hasta que son vencidos por la Guardia Roja…
Octubre tiene varias de las virtudes de El acorazado Potemkin, pero no todas. Mantiene el espléndido montaje, una maravilla en las manos de Einstein, capaz de fragmentar el espacio-tiempo con este recurso cinematográfico, y dotarlo de un sentido distinto dependiendo de los intereses de la película; es notable, por ejemplo, la escena del alzamiento de los puentes para impedir la llegada de los manifestantes al centro neurálgico de Petrogrado (que antes fue San Petersburgo y después Leningrado, y ahora otra vez San Peterburgo: el péndulo, incesante…); jugando con elementos cotidianos como un caballo muerto que queda colgando en una de las partes levadizas del puente, y su montaje fragmentario, los directores consiguen la rara sensación de enlentecer la acción sin utilizar la cámara lenta. Como aportación novísima, muy avanzada para su tiempo, y notable tanto formal como de contenido, el film muestra, tras el fallido intento de golpe de Estado de los socialistas en Julio, cómo la estatua del zar Alejandro III (que hemos visto destruir en los primeros minutos) se recompone milagrosamente rebobinando la imagen, para expresar gráficamente así el retroceso que supuso para la causa de los trabajadores aquel fiasco.
Sin embargo, en contra de lo que ocurría con la obra maestra de Eisenstein, Octubre es demasiado larga, resultando un tanto reiterativa en varias secuencias. No obstante, la película es modélica en su planteamiento revolucionario, jugando hábilmente con el maniqueísmo de los malos (burgueses, oficiales del ejército, funcionarios de alto rango, gobernantes), dibujados como personajes torvos, displicentes, altivos y canallas, en contraposición a los proletarios, soldados, campesinos y gente del pueblo, pintados como seres sencillos, francos y abiertos, con tendencia a la épica.
Inferior al Potemkin pero notable en la creación de una narrativa de tensión revolucionaria que terminará con un régimen despótico (aunque el Gobierno Provisional, de no haber errado Kerenski en su tozudo mantenimiento de Rusia en la Gran Guerra, podría haber tenido recorrido), Octubre es también una película que prioriza el protagonismo coral, a pesar de lo cual tiene un papel relevante Nikolai Padvoisky, haciendo de él mismo, uno de los máximos dirigentes de la revuelta que se autointerpretó en su única aparición en la gran pantalla.
Es resaltable la forma taimadamente despectiva con la que el film retrata a Trotski, figura fundamental en la Revolución Bolchevique pero cuyo enfrentamiento a los modos dictatoriales de Stalin le obligó a exiliarse de la Unión Soviética que él contribuyó poderosamente a crear; también las alusiones a los mencheviques, la otra gran fuerza revolucionaria, son de desconsideración y menosprecio, tratados como gente sin sangre, mendaz y sin real vocación revolucionaria.
El hombre de la cámara, o cómo re-crear la vida cotidiana
Denis Abrámovich Kaufman, de etnia judía, nacido en Bialystok, población entonces rusa, ahora polaca, tomó el nombre artístico de Dziga Vértov cuando comenzó a hacer cine. Se especializó en documentales, realizando para el régimen comunista gran número de noticiarios. Pronto definió lo que él llamaba Cine-Ojo, que buscaba encontrar la realidad a través del objetivo de la cámara. Dirigió gran número de documentales; hasta 1934 las autoridades soviéticas le permitieron sus trabajos experimentales, aunque a partir de entonces la férrea burocracia de la Nomenklatura desconfió de su cine supuestamente poco revolucionario y lo confinó a rodar documentales convencionales.
Antes de ello, sin embargo, Dziga Vértov hizo un buen puñado de películas que indagaban en el lenguaje cinematográfico, buscando re-producir la vida a través de los objetivos de las cámaras. Precisamente su título más famoso es El hombre de la cámara (1929), en la que el cineasta ruso-polaco planteó lo que podríamos llamar una sinfonía de la cotidianidad: durante 66 minutos asistimos a un sinfín de imágenes de la vida cotidiana de una ciudad; así, veremos planos generales del anárquico tráfico que, ya entonces, poblaban los centros de las urbes, pero también entraremos en la alcoba de una joven que se levanta de la cama y se asea. Estaremos en centros de trabajo, veremos operadoras telefónicas, rotativas de periódicos, tranvías que se entrecruzan, el tráfico visto desde los propios coches, que a su vez graban a quien graba el hombre de la cámara…: un auténtico caleidoscopio que, sin embargo, se permite utilizar recursos cinematográficos “no realistas”, como algunas imágenes con “stop motion” o truco de manivela, el sistema que permite animar cualesquiera objetos y hacerles parecer que tienen vida o, al menos, movimiento. Tampoco hace ascos a la sobreimpresión, otra técnica “no realista”.
El hombre de la cámara es, por supuesto, un experimento. A la vez que Dziga Vértov, otros cineastas europeos como René Clair o Joris Ivens buscaban también nuevas fórmulas de encauzar el documental, un género que hasta los años veinte apenas había avanzado en cuanto a recursos, cuando la ficción cinematográfica ya había puesto las bases de lo que sería, a partir de entonces, su lenguaje definitivo, a expensas de que llegaran las grandes aportaciones de Eisenstein, Welles y Godard, fundamentalmente.
Epílogo: la burocracia y la represión secaron la Estrella Roja
Aunque Eisenstein aún daría días de gloria al cine, con filmes como Lo viejo y lo nuevo (1929), Alexander Nevsky (1938) e Iván el Terrible (1945), además de algún film incompleto como ¡Qué viva México!, su visita a Europa, Estados Unidos y México a principios de los años treinta le procuró la reticencia, cuando no la animadversión de Stalin, y su filmografía se vio salpicada de graves problemas, teniendo que dedicarse fundamentalmente a la enseñanza.
Como él, los otros pujantes directores de este nuevo cine que estaba cambiando la teoría y la práctica de la filmación fueron paulatinamente llevados al ostracismo, dejados de lado, cuando no aparcados, como Dziga Vértov, en cometidos convencionales muy inferiores a su genio. El gobierno de Stalin desconfiaba de los artistas y su tendencia a la libertad, con lo que esa primera generación de grandes cineastas no tuvo continuidad. A partir de los años cuarenta, y aún más con la gran tragedia de la Segunda Guerra Mundial, que costó la vida a millones de ciudadanos soviéticos, el régimen se cierra aún más sobre sí mismo y los artistas tendrán serios problemas para hacer su cine. Es la época de buenos profesionales, sin genio, que ponen en imágenes películas adocenadas que hablan de los logros del socialismo o narran grandes novelas rusas. Es la época de aseados artesanos como Sergei Bondarchuk (Guerra y paz, Boris Godunov) o Iván Pýriev (El idiota, Los hermanos Karamazov).
Tendría que morir Stalin, caer en desgracia Kruschev y llegar a Occidente (y también más allá del Telón de Acero: véase la Primavera de Praga) los nuevos aires de libertad de los años sesenta para que algo empezara a moverse en el cine soviético y comenzara a surgir un nuevo cine que buscaba alejarse de las directrices del régimen y tomar otros caminos: la poesía, la filosofía, la disidencia del oficialismo. Es el tiempo de Andrei Tarkovski (Solaris, Stalker, Nostalgia), Sergei Paradzhánov (Sombras de los ancestros olvidados, El color de las granadas), Elem Klimov (Adiós a Matiora, Masacre/Ven y mira), Nikita Mijalkov (Los últimos días de Oblomov, Ojos negros), Andrei Konchalovski (Siberiada), Gleb Panfilov (Tema), Aleksey German (Control en los caminos). Era ya el canto del cisne del régimen, barrido por la Historia…
Ilustración: Vasili Nikandrov, como Lenin, en una impactante imagen de Octubre.
Películas en YouTube:
--Octubre:
https://www.youtube.com/watch?v=2vvOf9QuvVM
--El hombre de la cámara:
https://www.youtube.com/watch?v=9hG-HA9LMB0