25/11/2025
Rock Hudson (nacido Roy Harold Scherer Jr; Winneteka, Illinois, 1925 – Beverly Hills, California, 1985) hubiera cumplido en este noviembre de 2025 (el día 17, concretamente) 100 años. Parece oportuno entonces echar la vista atrás y recordar lo que fue una obra ciertamente interesante, pero también una vida a veces azarosa, y una muerte atroz.
Sin antecedentes en su familia relacionados con el arte, el joven Roy empezó a hacer cine en pequeños papeles dentro de la Universal; a principios de los años cincuenta ya trabaja (aunque con papeles menores) con directores de la talla de Anthony Mann y Raoul Walsh. Pronto su apostura, prominente estatura (1,96 metros) y un evidente encanto personal lo llevan a papeles protagonistas, inicialmente en películas de aventuras o del Oeste, para las que parecía idóneo, pero pronto también para sólidos melodramas, a los que aportaba su presencia tranquila, de hombre honesto a carta cabal. Sería Douglas Sirk quien descubriría que en aquel tipo de aspecto seductor, un galán nato, había también un actor dúctil capaz de transmitir unas emociones que, probablemente, ni el propio Hudson imaginaba. Ambos coincidieron a principios de la década, cuando el actor apenas despuntaba, en una comedia ahora olvidada, ¿Alguien ha visto a mi chica?, pero a partir de su siguiente colaboración, en Obsesión, se hizo evidente que Sirk, el director alemán emigrado a Estados Unidos, conseguía extraer matices insospechados de las interpretaciones de Rock. Ambos colaboraron en un total de ocho películas, de las que, además de la citada Obsesión, otras cuatro fueron melodramas de una intensidad notable, en las que Sirk reinventó el género con un tratamiento formal espléndido: colores fuertes, primarios, sombras cuasi expresionistas, primeros planos que cartografiaban extraordinariamente las emociones de sus personajes… Esos cuatro títulos fueron Solo el cielo lo sabe, Escrito sobre el viento, Ángeles sin brillo (todas ellas memorables) e Himno de batalla (inferior, aunque apreciable). Como vemos, títulos que, aparte de sus virtudes, nominalmente eran de una gran belleza poética.
Triunfar con los melodramas sirkianos supuso para Hudson la posibilidad de hacer otro tipo de cine ajeno a la aventura o al wéstern (a los que, de todas formas, no renunció, cultivándolos intermitentemente), al comprobar los magnates de Hollywood la versatilidad de aquel muchachote de aspecto imponente y cómo era capaz de encarnar la rectitud absoluta, dentro de una masculinidad como de libro… solo que Rock guardaba un secreto: era homosexual, en una época en la que un actor de Hollywood no podía salir del armario; bueno, en puridad, nadie podía salir del armario, so pena de pasar toda su vida bajo el escarnio social de su entorno personal, familiar y laboral… Ello le obligaría, a mediados de los años cincuenta, cuando los rumores sobre su orientación sexual arreciaban, a casarse con la secretaria de su mánager, una boda convenida que duró apenas tres años, pero que al menos tuvo la virtud de acallar, aunque fuera temporalmente, la aviesa mala leche de los tabloides de la época.
La validación a las órdenes de Sirk como firme actor para papeles de persona honesta a carta cabal en potentes melodramas le permitió interpretar personajes en esa línea para otros directores, como George Stevens, para el que hizo la en su momento muy popular Gigante, en donde compartiría estrellato con otros dos grandes de Hollywood, Elizabeth Taylor y James Dean; Richard Brooks, para quien hizo el potente melodrama antirracista Sangre sobre la tierra; o Henry King, para quien haría Esta tierra es mía. A finales de la década Hudson prueba suerte en la comedia, y el éxito es arrollador, demostrando que también tenía una vis cómica que parecía insospechada viéndolo en los intensos melodramas en los que había cimentado su fama. El éxito de Confidencias de medianoche, a las órdenes de Michael Gordon, inauguraría una serie de divertidas comedias románticas con Doris Day, como la popularísima Pijama para dos, con Delbert Mann a los mandos, y No me mandes flores, con un entonces joven Norman Jewison en la dirección; aunque Hudson también haría este mismo tipo de comedias con otras “partenaires” distintas a Day, como Habitación para dos, con la explosiva Gina Lollobrigida.
Entre medias, Hudson cultivaba su imagen de macho (había que seguir acallando los rumores…) con films bélicos como Nido de águilas, de nuevo a las órdenes de Delbert Mann (que, como casi todos los directores de la época, era un todoterreno, desenvolviéndose bien en todos los géneros), Tobruk, para Arthur Hiller, y Estación Polar Cebra, para el gran John Sturges, pero también una curiosísima, extrañísima película, que se apartaba absolutamente de todo lo que se hacía entonces en Hollywood (bueno, en realidad en ninguna parte), Plan diabólico, con el estupendo John Frankenheimer a los mandos, un film sobre la eterna juventud y su coste, con escenas de orgías (sí, han leído bien…) ciertamente inimaginables en la época…
En los años setenta, ya con la madurez, Hudson hace algunos films no precisamente inspirados, y en buena medida salva la década gracias a la televisión, especialmente a la serie McMillan y esposa, que combinaba astutamente historias policíacas con un suave romanticismo no exento de un muy sutil erotismo, con la encantadora Susan Saint James en el papel de la cónyuge de su personaje, en una serie creada por Leonard Stern que se mantuvo exitosamente en antena durante seis temporadas, viéndose también en España con el general beneplácito de la audiencia. La segunda mitad de la década de los setenta la dedicará Rock a bien pagados papeles en pelis llenas de estrellas (algo que se puso muy de moda en la época), como la de catástrofes Avalancha o la agathachristiana El espejo roto, situación que no mejoraría en la primera década de los ochenta, en la que la salud comenzó a resquebrajársele sin remedio, primero con un ataque al corazón, y después al contagiarse del virus del sida, el temible VIH que entonces era un peligro innominado, un tabú sobre el que no se hablaba en voz alta, pero también una sentencia de muerte segura para las personas que lo contraían.
Rock Hudson fue la primera gran estrella de Hollywood que, a partir de una impactante comparecencia en público, a mediados de los años ochenta, con su amiga Doris Day, en la que se le vio con un terrible aspecto físico, dio el paso de hablar de la enfermedad, el sida, que lo consumía, y, con ello, reconoció también lo que ya entonces era un secreto a voces dentro de la industria del cine, pero no tanto entre la gente de la calle, su homosexualidad. Ello abrió la puerta a que se hablara del sida, a que se discutiera, a que se entendiera que no era una cosa de marginales, a empezar a visibilizarlo para poder entenderlo y, con ello asumirlo y hacerle frente.
Aunque no fuera más que por eso, Rock Hudson, evidentemente, merece todos nuestros respetos. Pero es que, además, aquel muchachote de imponente aspecto tuvo una carrera muy interesante, ecléctica, variada, en la que demostró un muy amplio registro interpretativo. Lo recordaremos entonces en sus películas, en las que siempre será joven y talentoso: Rock Hudson forever, para siempre…
Ilustración: Rock Hudson y Jane Wyman, en una imagen de Solo el cielo lo sabe (1955), de Douglas Sirk.