John Frankenheimer fue uno de los miembros de la conocida como “Generación de la televisión”, directores de cine que surgieron del nuevo fenómeno que en los años cincuenta supuso la televisión en Estados Unidos. Cineastas como el propio Frankenheimer, más otros tan conocidos como Arthur Penn, Martin Ritt, Delbert Mann y Sidney Lumet, hicieron sus primeras armas y se foguearon en obras televisivas que les dieron rapidez, intuición y capacidad de síntesis cuando pasaron a hacer cine.
Frankenheimer fue uno de los cineastas más interesantes de aquella generación, al menos en sus primeros años. Buen narrador, el cine de su primera época se caracterizó por historias que se alejaban de los temas habituales de aquellos tiempos, como El hombre de Alcatraz (1962), sobre un convicto condenado a cadena perpetua que se redimirá en el penal del título a través de su incipiente y creciente amor a los pájaros; o como El mensajero del miedo (1962), percutante thriller político de alta intensidad y sugestiva trama. También esta Plan diabólico participa de esas características, cine ajeno a lo que se solía hacer en su tiempo, con una historia que, aunque vestida de los ropajes, en cierta forma, de la ciencia ficción, resultaba más que rara en la satisfecha Norteamérica de mediados de los años sesenta.
Arthur Hamilton, un cincuentón de clase media-alta, lo tiene aparentemente todo: posición, dinero, una bonita mujer, una hija, una vida perfectamente reglada que, sin embargo, en el fondo no le satisface. Un antiguo amigo, al que creía muerto, se encuentra con él y le habla de la posibilidad de empezar de nuevo otra vida; un papel que se le entrega en un momento dado solo con una dirección escrita suscita su interés, su curiosidad. Así encontrará una extraña sociedad, llamada “la Compañía”, donde le prometen que podrá empezar de nuevo sin las rémoras de su vida actual...
Con unos magníficos títulos de créditos del mago Saul Bass, experto en tales lides, con una atmósfera extraña, agobiante, Plan diabólico se constituye enseguida en una película sobresaliente, en un thriller entreverado de terror sobre la insatisfacción de la vida, pero también sobre la entelequia de los sueños imposibles, irrealizables y, lo que es peor, que tampoco llevarán al individuo a la felicidad añorada. Con una narrativa impactante y un ritmo excelente, Frankenheimer confirmaba sus dotes para el cine, y sobre todo para el cine que se apartaba de los cánones del “mainstream” de la época.
Algunas escenas se convierten en realmente inusitadas para el cine de mediados de los años sesenta; ya el inicio del film resulta excitante, con una serie de sucesivos planos subjetivos en los que la cámara sigue torturantemente los rostros de los personajes; o aquella escena en la que el protagonista, ya reconvertido en un hombre joven, apuesto y con toda la vida por delante, participa en una especie de fiesta báquica que degenera en una auténtica orgía, con profusos desnudos integrales femeninos, algo totalmente inusual en el cine comercial yanqui de ese tiempo, una bacanal a la que el protagonista, inicialmente, se muestra reacio, pero en la que terminará participando como una forma de adherirse simbólicamente (y, claro está, de facto) a la nueva vida que se le ha propuesto, a un renacimiento en el que el hedonismo será el santo y seña; en otra de las sugestivas secuencias de este extraño y admirable film, el personaje central se encontrará inmerso en lo que parece una alucinante pesadilla de corte daliniano.
Con un sugestivo tratamiento formal, incluyendo numerosos primeros planos del personaje central (con los dos rostros que tendrá a lo largo del film), que busca radiografiar sus más recónditos pensamientos, con una inteligente utilización de la profundidad de campo como un elemento más de la narrativa de la historia que se nos cuenta, Frankenheimer consigue una de sus mejores películas, un film de extraordinaria actualidad que se mantiene incólume décadas después de su realización.
Excelente trabajo de un Rock Hudson que (a pesar de sus películas con Douglas Sirk, que sacó petróleo de él) no tenía buen cartel como actor, hasta el punto de que Frankenheimer no lo quería como protagonista, prefiriendo a otros actores teóricamente más sólidos como Kirk Douglas y Laurence Olivier, aunque finalmente se mostró satisfecho de la gran composición de este notable intérprete tan precozmente malogrado.
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