El cine clásico de Hollywood no solo se cimentó en las películas de los grandes (recordemos, aunque pueda parecer perogrullesco: Hawks, Ford, Hitchcock, Wilder, Lubitsch, Wyler, Lang, Welles, Ray, Mann, Capra, Cukor, Preminger, Minnelli, Mankiewicz, Kazan…), sino también en una legión de cineasta menores pero no por ello carentes de interés, buenos profesionales que confirieron a sus películas la prestancia y el oficio de quienes sabían ejercer adecuadamente su trabajo y se adaptaban sin problemas al tema que tocara en cada momento.
Es el caso de Michael Gordon (Baltimore, 1909 – Los Ángeles, 1993), un cineasta hoy prácticamente olvidado pero no exento de interés. Graduado en la Universidad de Yale (lo cual no era demasiado frecuente en el gremio de los directores de la época, más bien graduados “en la universidad de la calle”…), su filmografía abarca desde 1941 hasta 1970, si bien en los años cincuenta sufrió un parón considerable en su carrera por su vinculación a asociaciones izquierdistas, lo que hizo que el Comité de Actividades Antiamericanas del senador McCarthy le pusiera la proa y le impidiera seguir con su actividad profesional. Poco antes de ese forzoso parón Gordon dirigió algunas de sus películas más significativas, una desde un punto de vista comercial, como fue la versión al cine de Cyrano de Bergerac (1950), que le valió a José Ferrer el Oscar al Mejor Actor Protagonista, y otras dos desde un punto de vista artístico, las socialmente comprometidas Ambición de mujer (1951), con la gran Susan Hayward, y El secreto de Convict Lake (1951), un wéstern de tintes negros, muy negros…
Tras el ostracismo al que se vio abocado por su militancia izquierdista, Gordon volvió a dirigir para la gran industria en 1959, precisamente con esta comedia romántica que comentamos, en un cambio de tono ciertamente llamativo, cuando casi toda su carrera, hasta entonces, había transcurrido por los senderos del drama y/o del “film noir”. Pero lo cierto es que Gordon demostró aquí que, como casi todos sus colegas coetáneos, servía igual para un roto que para un descosido, consiguiendo una película ciertamente muy divertida y amable, jugando a placer con la lucha de sexos (de la época, se entiende…), en un film que se sigue con gran agrado, aunque el cineasta progresista que estaba detrás no dejó pasar la ocasión de dar algún que otro papirotazo a la sociedad alegre y confiada de su tiempo. Michael Gordon, por cierto, fue abuelo del actor Joseph Gordon-Levitt.
La historia se ambienta en su momento histórico, a finales de los años cincuenta. Conocemos a Jan, una joven que trabaja en una tienda de antigüedades y que en su casa comparte línea telefónica con Brad, compositor especializado en trabajos para espectáculos musicales. Esa línea compartida (una peculiaridad, al parecer, de la época…) hace que la joven escuche con frecuencia como Brad liga con diferentes chicas a las que les dedica unos versos (ripios, más bien), siempre los mismos, en los que solo cambia el nombre de la muchacha. Esto pone de los nervios a Jan, que quiere acabar con esa enojosa circunstancia, por lo que pone una denuncia en la compañía telefónica, pero cuando va una inspectora a ver a Brad, cae rendida a sus pies. Jan y Brad, que se llevan a matar, llegan al acuerdo de dividir las horas (la primera media para uno, la segunda media para el otro) a fin de no coincidir en el uso de la línea telefónica, pero eso se demostrará como una idea no demasiado buena…
Habrá que decir antes que nada que lo de la línea de teléfono compartida, en nuestro tiempo, en los años veinte del siglo XXI, nos suena como a una cosa cavernícola, pero debió ser cierta, al menos durante algún tiempo, allá por los años cincuenta del siglo XX, cuando la expansión de las clases medias USA hizo que la demanda de teléfonos creciera exponencialmente. El cine, siempre atento a la realidad de cada momento (y en eso el clásico norteamericano era especialista…), vio las posibilidades que tenía este tema para la comedia en clave romántica, y de ahí viene esta Confidencias de medianoche (a veces reseñada también como "Confidencias a medianoche"), por cierto, título español un tanto picante, pero nos parece que en menor grado que el original, Pillow talk, que literalmente es “charla de almohada”, de lo que se desprende un grado de intimidad, de cercanía física en el lecho, que para el franquismo debía ser demasiado…
Usa Gordon con cierta frecuencia un recurso estilístico muy apropiado, que conviene muy bien a la historia, la llamada “pantalla dividida”, en dos y hasta en tres escenas distintas a la vez, con lo que el efecto de la línea telefónica compartida se puede presentar en el mismo plano, dando mucho juego.
La comedia juega con frecuencia con las claves del enredo, algo casi consustancial al género, y no digamos en su vertiente de comedia romántica, como es el caso. Aquí se juega a manos llenas con el tema del doble (el “doppelgänger”, diríamos, en plan fino…), con el protagonista haciéndose pasar por un personaje diametralmente distinto a él, un texano que encandila a la protagonista con sus buenas formas, su supuesta sencillez y su ausencia de intención de propasarse con ella, lo que hace que su doble llamémosle canalla le haga ver a la bella que el otro, el texano (que es él mismo…) quizá sea de virilidad disminuida, lo que no deja de ser curioso cuando sobre el actor, Rock Hudson, ya corrían entonces rumores sobre su posible homosexualidad. Quizá Gordon y sus guionistas quisieron hacer una ambigua pirueta al respecto, demediando al personaje en dos, el “macho man” ligón que supuestamente era el compositor, y el más delicado que personificaba el texano; en esa línea, los autores de la película se permiten incluso jugar al equívoco introduciendo al personaje de Rock Hudson, cuando huye para que no se descubra su desdoblamiento de rol, en una consulta de ginecología, lo que da lugar a algunas escenas bastante curiosas, desde luego poco frecuentes en la época, ni siquiera con los benévolos ropajes de la comedia.
Con una filmación clásica, sin florituras, siempre con buen tono, la película cuenta con un ritmo impecable, como era habitual en el Hollywood de su tiempo; ciertamente no es una exquisitez, pero sí está bien contada, en una historia amena y divertida, utilizando incluso algunos recursos cinematográficos tan poco frecuentes como la escena en la que nos enteramos de los pensamientos encapsulados de los protagonistas, a la par que sus diálogos van en otra dirección.
Muy buena química entre Doris Day y Rock Hudson, en la primera de las tres comedias que interpretaron juntos; desde entonces ambos fueron íntimos amigos hasta la muerte de Hudson, a consecuencia del sida, en 1985. Los secundarios, estupendos, desde la siempre magnífica Thelma Ritter y el no menos bueno Tony Randall. La película fue nominada a cinco Oscars, consiguiendo el correspondiente a Mejor Guion.
(14-09-2024)
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