[Esta película forma parte de la Sección Oficial del 21 Festival de Cine Europeo de Sevilla (SEFF’2024)]
Margarida Cardoso (Tomar, 1963) es una guionista y directora portuguesa cuya infancia transcurrió en buena parte en la entonces colonia lusa de Mozambique, para volver a la metrópoli tras la descolonización de 1975. Esa infancia mozambiqueña ha influido poderosamente en su obra, y también en su ideología política, hasta el punto de que buena parte de su filmografía trata de temas relacionados con la colonización desde una perspectiva muy de izquierdas.
Aunque en su ya bastante dilatada carrera como directora (17 títulos desde su debut en 1996 con el corto Dois dragôes) abundan sobre todo los documentales, también ha hecho algunos largos de ficción, como este peculiarísimo Banzo que, sin ser, ni mucho menos, una obra maestra, sí que nos parece muy interesante y sugestiva.
La acción se desarrolla en la isla de Santo Tomé, situada en el Océano Atlántico, a unos mil kilómetros de Gabón, la tierra continental más cercana. En esa época la isla era colonia portuguesa; aunque la esclavitud se había abolido en el país de Camôens desde 1876, en la práctica se seguía manteniendo, con una fachada supuestamente legal en la que a esos esclavos (entonces llamados “sirvientes”) se les obligaba a firmar con el pulgar un contrato leonino que en la práctica les ataba de por vida a su “amo”. En ese contexto conocemos al doctor Afonso, que viene desde el Congo (o sea, que conocía de primera mano – y de ellas huía...- las barbaridades que allí ejecutaba contra los negros el rey de los belgas, Leopoldo II, que en el infierno esté) para ocuparse de la salud de la población. Allí se encuentra con que hay un buen número de “sirvientes”, todos procedentes de Mozambique, que dan en no comer y se consumen en una tristeza irredimible hasta la muerte por consunción. Le cuentan que padecen de una enfermedad llamada “nostalgia”, que les hace recordar con añoranza su tierra, y ello les hace dejarse morir sin remedio. El médico, un buen hombre que está en contra del trato discriminatorio contra esos “sirvientes” que no son sino esclavos en la práctica, intenta por todos los medios revertir esa enfermedad, incluso pide al cacique del lugar que los devuelvan a su tierra, único medio que ve factible para que sanen, aunque el cacique, con buenas palabras, declina su petición...
La esclavitud, por supuesto, tiene una amplísima presencia en el cine. En España, evidentemente, conocemos más el cine sobre este tema que se ha hecho en Estados Unidos, de cuya cinematografía bebemos mayoritariamente desde hace muchas décadas, pero hay otras que también lo han tocado, como la propia Portugal, ella misma en su momento una potencia colonial que traficó a gran escala con africanos (como España, por supuesto). Cardoso trata aquí de nuevo el tema colonial africano, especialmente lacerante en todo lo tocante a este abyecto asunto del esclavismo, y lo hace en una película extraña, donde hay como un tono mágico a la vez que sombrío, parejo quizá a esa nostalgia de los mozambiqueños, arrancados mediante artimañas de su tierra, forzados a ser esclavos sin llevar ese nombre, con una terrible saudade que los consume sin remedio. Esa enfermedad de la nostalgia que efectivamente se dio en la isla de Santo Tomé en aquella época, quizá una forma arcaizante de las actuales enfermedades denominadas psicosomáticas, tal vez también la forma más dura (porque terminaba sin remedio en la muerte conscientemente asumida) de rebelarse contra la felonía de la esclavitud.
Película extraña, hecha a veces como a fogonazos, con personajes peculiarísimos, como ese Alphonse, un fotógrafo liberto que retrata, para perpetuarlos, con la connivencia inconsciente de los amos, los rostros tristes de los de su raza, para vergüenza de aquellos blancos que se creían superiores por su piel pálida, por sus trajes caros, por su pelo rubio; o la gobernanta Adélia, una mujer amargada por la condena perpetua de servir a sus amos hasta la vejez, incluso hasta la muerte; o Ismael, el oficinista mestizo, avergonzado de que su padre sea, literalmente, el felpudo de todos, pero a la vez amante absoluto de sus perros, hasta el punto de asesinar a los que mataron a sus amigos de cuatro patas.
Película rara, sí, en la que también aparecen elementos mágicos, como esos africanos muertos que, redivivos, se presentan en efigie entre las ramas de los árboles, esos africanos que están apenas enterrados por sus execrables dueños. Podrá aducirse que narrativamente el film tiene ciertas incoherencias, incluso algunos problemas de continuidad, pero esta es una cinta que juega en otra liga, no valen para ella los parámetros habituales del cine industrial, del cine de palomitas y cocacola: esto es otra cosa...
Singularísima Banzo, palabra que, según se dice en la película, designa, en la lengua vernácula de los mozambiqueños, esa enfermedad de la nostalgia que finalmente los liberaría de la esclavitud, aunque ello conllevara el sacrificio último: perder la vida.
Hay en el film también algo del cine de Manoel de Oliveira, especialmente en las frases sentenciosas con las que se expresan prácticamente todos los personajes, blancos y negros, amos y sirvientes (vale decir esclavos), hombres y mujeres; todos ellos son, cada uno a su manera, una especie de filósofo que nos habla de la angustia de vivir, especialmente si esa vida carece absolutamente de libertad.
En esa misma línea del cine oliveirano, los actores declaman sus personajes generalmente con una premeditada falta de intensidad, casi como si los estuvieran declamando siempre en el mismo tono: está expresamente buscado, por supuesto, porque aquí no se pretenden grandes interpretaciones sino visibilizar esa monstruosidad que la Historia Universal de la Infamia (gracias, Borges) conoce con el nombre de esclavitud.
(13-11-2024)
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