Ahora hace dos años, en Agosto de 2021, se completó la retirada de las tropas norteamericanas (y de sus aliados occidentales) de Afganistán, tras casi dos décadas de ocupación, motivada por ese trauma nacional que supuso para los yanquis la tragedia del 11-S de 2001. Lo cierto es que, miles de muertos después, miles de millones de dólares (o de euros, para los europeos) después, Occidente no ha sabido, no ha podido, o no ha querido acabar con la posibilidad, que enseguida se vio que era rotunda certeza, de que los talibanes, esa odiosa canalla con turbante, retomara el poder que perdió en 2001 cuando los norteamericanos y sus aliados invadieron militarmente el país.
Y ello ha sido, paradójicamente, gracias al apoyo incondicional que los talibanes han contado de... un aliado occidental, Arabia Saudí, siempre dispuesto a armar (económica, militarmente) a quienes tienen una visión del mundo tan abyectamente retrógrada como ellos: 85.000 talibanes se acumulaban en los últimos años en Afganistán, perfectamente armados, pertrechados y alimentados por el maná del petróleo saudí, que por una parte es aliado de Occidente, y por otra nos asesta una puñalada trapera tras otra...
El caso es que, con la vergonzosa huida de Estados Unidos (decretada, no se olvide, por Donald Trump cuando era presidente del país, aunque finalmente el que la llevara a cargo fuera el anciano Biden), los talibanes volvieron al poder en Afganistán, y, con ellos, los derechos humanos se han convertido en papel mojado: por supuesto, las libertades se han esfumado, pero, sobre todo, las libertades públicas, y, muy especialmente, las libertades de las mujeres, obligadas desde su llegada no solo a salir a la calle ataviadas con el abominable burka que las cubre de pies a cabeza, sino imposibilitadas de trabajar fuera del hogar, de estudiar, de formarse para tener un futuro; si ya el Afganistán secular pre-talibán era bastante restrictivo con ellas, con estos cabrones con babucha la mujer ha pasado a ser poco más que un sujeto gestante, sin derecho alguno, y siempre bajo la férula de un varón, sea padre, hermano, marido, hijo, primo... cualquiera con “colita” vale para mandar sobre las mujeres de la familia.
El cine, ese notario de mirada artística, ha reflejado de forma muy diversa las torturadas etapas del Afganistán de los últimos cincuenta años. A lo largo de tres artículos vamos a ver esa Historia del país pastún a través de un puñado de películas que han reflejado, siempre con sus correspondientes licencias artísticas, esas diversas etapas.
Antes de los talibanes: la URSS invade Afganistán
Como si los errores de la otra gran potencia, Estados Unidos, no fueran causa suficiente para no cometerlos de nuevo, la URSS, en 1979, aún con la presidencia en el Kremlin de los vetustos carcamales de siempre (en ese tiempo le tocaba a Breznev, que llevaba ya tres lustros al mando del asilo en el que se había convertido el Kremlin), invade Afganistán a instancias del propio gobierno afgano, gobierno procomunista que se sentía totalmente superado por la resistencia popular (bueno, más bien de los caciques de las tribus, que eran los que cortaban el bacalao...). Lo cierto es que la invasión de la URSS, al margen de la, por supuesto, lógica repulsa que supone cualquier toma militar de un país por una potencia extranjera, sin embargo, en términos de avance de derechos fue muy importante, en especial para las mujeres, que pudieron por primera vez, dentro de un país en el que valían más bien poco, formarse y tener una carrera profesional digna de tal nombre. Pero el nacionalismo, el islamismo y (por supuesto) los gerifaltes de los clanes tribales no podían consentir que sus privilegios fueran derrocados por aquella panda de infieles sin dios (y sin turbante), esos infieles que estaban haciendo que las mujeres afganas se formaran y empezaran a pensar por sí mismas... ¡pero, hombre, por Dios, dónde se ha visto esto! Así que todos los posibles actores políticos, religiosos, militares, etcétera, se confabularon para luchar contra los sucesivos líderes comunistas (en puridad, también títeres de los soviéticos), primero Brabak Karmal y después Mohammad Najibulá.
Sobre este período de dominio (mal que bien) soviético del país se rodó una película curiosamente con nacionalidad norteamericana, con exteriores filmados en desérticos paisajes israelíes, con dirección de Kevin Reynolds (ya saben, el cuate de Kevin Costner que rodó ese desastre económico conocido como Waterworld), titulada La bestia de la guerra (1988), que imaginaba un tanque soviético separado de su patrulla perdida en medio de la nada en el país pastún, acosada por los rebeldes, en una historia que, inicialmente adscrita al cine de acción, termina siendo casi un relato existencialista o abstracto; curiosamente, no hay un posicionamiento político, no hay un “qué malos son estos soviéticos, estos comunistas, etcétera”, sino que el tratamiento es de lo más neutral, por ende de lo más humano. De alguna forma, no sería descabellado decir que la película retrata bien la sensación de “¿qué hago yo aquí?” de cualquier soldado invasor, llámense los soviéticos en Afganistán (o en Budapest en 1956, o en Praga en 1968), llámense los norteamericanos en Vietnam, o en Corea, o en Panamá, y presentan a los enemigos como gente que lucha por su tierra, aunque lo que después hagan con esa tierra (en este caso convertirla en un erial en cultura, arte y derechos humanos) sea ya harina de otro costal.
Rodada mucho después, pero ambientada en esa misma época del dominio soviético en Afganistán, hay una película que cuenta cómo Estados Unidos, con una de esas “visiones” del mundo tan propias del país del tío Sam, no tuvo la mejor ocurrencia que, con tal de echar de Afganistán a la URSS, armar hasta los dientes a... los talibanes, esos mismos que, década y media más tarde, les reventaron las Torres Gemelas, se llevaron por delante buena parte del Pentágono y no devastaron la Casa Blanca porque los heroicos, anónimos y humildes miembros de pasaje de un avión de línea comercial consiguieron derribarlo antes de que el majara de turno lo estrellara contra la residencia del presidente. Esa ocurrencia de armar a tu futuro enemigo se cuenta con pelos y señales en La guerra de Charlie Wilson (2017), dirigida por Mike Nichols, en el que Tom Hanks se pone en la piel del Charlie del título, un congresista putero, borrachuzo y con tendencia a meterse por la nariz cualquier cosa menos un Respibien, y cómo este gentil mamarracho conspiró políticamente en el Congreso para suministrar armas a los talibanes como forma de expulsar a los soviéticos del torturado país afgano. Así que mal empezaron los americanos en esta historia, con menos vista que José Feliciano, armando hasta los dientes a sus futuros enemigos...
Ilustración: Tom Hanks y Phillip Seymour Hoffman, en una escena de la película La guerra de Charlie Wilson (2017), de Mike Nichols.
Próximo capítulo: Dos años después de abandonarlos a su suerte: Afganistán en el cine. Primera etapa talibán (II)