Enrique Colmena

Tras la Introducción al tema del cine negro de Welles que supuso la primera entrega de esta serie de artículos, y la glosa que hicimos en el segundo capítulo, sobre sus películas Estambul (cuya dirección, sin embargo, no quedó acreditada como tal en los títulos de crédito) y El extraño (también conocida en España como El extranjero), acometemos en este tercero el análisis en clave “negra” de su espléndida La dama de Shanghai, sobre la que no nos resistimos a recordar la famosa anécdota, no por conocida menos sabrosa (y seguramente falsa...); cuenta la leyenda wellesiana (es decir, narrada por él mismo, entre la mitificación y la burlona mixtificación) que la forma en que surgió esta película partió de su necesidad de conseguir 50.000 dólares para completar la producción de una obra de teatro; telefoneó entonces a un productor y le dijo que tenía una historia extraordinaria que rodaría para él si le enviaba ese dinero. Preguntado por el título de tal historia, Welles, que estaba en ese momento inventándose la trola que le estaba contando, alcanzó a ver en un escaparate próximo las portadas de varias novelas, entre las que eligió al azar el título de una de ellas, La dama de Shanghai. Aceptado que fue el trato por el productor, la posterior lectura de la novelita de marras deparó que la “historia extraordinaria” era realmente un petardo, así que Welles se inventó el argumento del film. Aunque los historiadores han concluido, con razón, que esta anécdota más parece una fantasía propia de la “grandeur” de Orson y de su innata tendencia a la broma, no me negarán que no es pintoresca y que cuadra milimétricamente con el personaje que la inventó.

La dama de Shanghai narra en primera persona la historia de un marino irlandés, Michael O’Hara, tentado por una bella mujer, Elsa Bannister, casada con un célebre abogado, Arthur Bannister, inválido de ambas piernas, por lo que tiene que valerse de unos bastones para andar. El marino salva a la bella en los muelles de San Francisco de unos tipos que la acosan con intenciones aviesas, y ello traerá como consecuencia que le contraten como tripulación para navegar en un crucero de placer en el yate del abogado; mientras las relaciones amorosas entre O’Hara y la mujer avanzan, el socio del abogado, un tipo viscoso llamado Grisby, propone al marino que finja matarle para así cobrar un sustancioso seguro y desaparecer del mundo para empezar una nueva vida; finalmente, todo resulta ser una trampa, el marino es acusado del asesinato de Grisby, y Arthur Bannister, plenamente conocedor de su condición de marido engañado, asume la defensa del hombre que le ha burlado, con toda la intención de perder el caso. Huye O’Hara y descubre que la asesina es Elsa Bannister, su amada, que le ha tendido una emboscada. Finalmente, en una sobrecogedora escena en una sala de espejos, con el marino como testigo, marido y mujer se matan a tiros.

Esta película, rodada en 1947, presenta novedades en el tratamiento fílmico del cine negro en Orson Welles. Lo primero que llama la atención es la intencionalidad erótica que anima en gran medida el primer tercio de la película, con diálogos cargados de ambigüedades y alegóricos dobles sentidos, como el que mantienen Elsa y O’Hara en el momento que se conocen: él le ofrece un cigarrillo, su “único” cigarrillo, ella le contesta que no fuma, pero sin embargo lo acepta y toma ese cigarrillo, que se guarda en el bolso, como indicando implícitamente su disposición sexual a un encuentro ulterior, como de hecho ocurrirá. Más tarde, cuando O’Hara la salva de una pandilla de gamberros, descubre que ella tenía una pistola en su bolso; la mujer le dice con una ingenuidad fingida, “no sé disparar”, él, con doble sentido, afirma “es fácil, sólo hay que apretar el gatillo...”. Cuando O’Hara ya está enrolado en la tripulación del yate, encontramos otra forma de seductora sensualidad: ella está tumbada, de noche, sobre cubierta, ataviada solo con un sugestivo bañador de dos piezas; el marino baja al sollado de la tripulación, pero cuando ella comienza a cantar, insinuante, O’Hara, como un Ulises hechizado por el canto de las sirenas, volverá a subir, extasiado, a contemplar el objeto de su deseo...

Vemos pues que, aparte de las novedades sublimadamente eróticas, también en La dama de Shanghai aparece el cultismo, en este caso con la evidente paráfrasis sobre la homérica La odisea. Pero no han acabado las connotaciones de velado carácter sexual: la primera aparición en pantalla del marido de ella, Arthur Bannister, nos lo muestra tomado con un plano medio de la parte inferior de su cuerpo, mientras anda trabajosamente con los dos bastones que le sirven de apoyo; parece Welles subrayar con ello, metafóricamente, su impotencia como hombre, o al menos una cierta virilidad disminuida que podría justificar el deseo de su joven y hermosa mujer por otros machos, y más concretamente por el que, tan caballerosamente, la salvó del acoso de los golfos.

Ciertamente no es La dama de Shanghai la primera muestra de erotismo soterrado dentro del género negro, honor que probablemente corresponde al clásico de Billy Wilder Perdición, rodada un par de años antes, pero no deja de ser relevante el amplio tratamiento sexual, casi siempre en clave figurada (otra cosa hubiera sido imposible en aquella época, por la vigencia de la censura a través del ominoso Código Hays), que da Welles a esta historia, máxime si tenemos en cuenta que en el momento del rodaje su relación con la coprotagonista, Rita Hayworth, todavía su esposa en ese momento, era ya tempestuosa y próxima a terminar. Pero si el primer tercio de La dama de Shanghai es relevante fundamentalmente por el alegórico voltaje erótico que contiene, el segundo tercio lo podríamos considerar como de intriga pura, con la conspiración urdida por el turbio Grisby teóricamente para desaparecer del mundanal ruido y reinventarse con mucho dinero, aunque después veremos que forma parte de una trama más amplia y compleja en la que está implicada la propia Elsa Bannister.

Ese segundo segmento será también significativo por contener (con guión del propio Orson, habría que remarcar...) un evidente posicionamiento de su autor sobre las clases pudientes, sobre los ricos y desocupados con la vida resuelta, que se placen y refocilan en entretenimientos más propios de bestias que de seres humanos. La famosa escena en la que el marino cuenta a sus viles anfitriones (Bannister, Elsa, Grisby) el relato de los tiburones es meridianamente clara sobre lo que piensa su “alter ego”, Welles, sobre los “ricos y viscosos”. Les dice el personaje de O’Hara a sus tres cínicos oyentes:

"Verán, una vez bordeando las costas de Brasil, vi el océano tan oscurecido por la sangre que parecía negro y el sol se ocultaba tras la línea del horizonte. Nos detuvimos en Fortaleza y varios marineros sacamos los aparejos para pescar un rato. Fui el primero en coger algo. Era un tiburón, luego apareció otro, y otro y otro, hasta que todo el mar se llenó de tiburones y no se veía el agua. Mi tiburón se había soltado del anzuelo. Y el olor, o tal vez la mancha, porque sangraba a borbotones, hizo que los otros enloquecieran. Los animales empezaron a comerse los unos a los otros, en su locura, se comían a sí mismos. Se sentía el frenesí del asesinato como un viento que hería los ojos, se olía el hedor de la muerte emanando del mar. Nunca había visto nada peor desde la reunión de esta noche. ¿Y saben una cosa?, ninguno de los tiburones enloquecidos sobrevivió".

Nos encontramos, por tanto, ante un cine negro de denuncia de comportamientos, actitudes y caracteres, en la mejor tradición del género, una valiosa aportación de Welles al bestiario creado por el “film noir”, en este caso en forma de durísima invectiva contra una clase indolente y desalmada, cínica y despreocupada, que juega con los sentimientos y las vidas de los demás como si fueran marionetas.

El tercer y último segmento de la película estará centrado en el proceso judicial, en el que Welles se permite jugar con la ironía sobre este tipo de secuencias, escenificando incluso una parodia en la que el propio Arthur Bannister, que actúa como abogado defensor de O’Hara, al ser llamado a declarar como testigo, procede a preguntarse y responderse a sí mismo cuando le toca el turno como letrado de la defensa. Escapado finalmente O’Hara del control de la justicia, pronto llegará la escena cumbre de esta deslumbrante película que es La dama de Shanghai, una escena rodada en la sala de los espejos de un parque de atracciones donde Elsa Bannister ha recluido a su amado y, a la vez, enemigo.

Esa escena, fastuosa, auténticamente virtuosa, supone un prodigio de planificación y creatividad, plena a la vez de estilo visual y de significantes. Las imágenes multiplicadas por los espejos de Bannister y su mujer, antes y mientras se disparan mutuamente, revelan el carácter poliédrico de ambos, sus múltiples caras, los falsos aspectos bajo los que se presentaron ante O’Hara, quien, significativamente, apenas aparece reflejado en las superficies especulares: él es solo uno, el de siempre, igual al principio de la historia, cuando intentaba seducir a la bella, que al final, cuando cae en la cuenta de que el engatusado ha sido él. Escena copiada hasta la saciedad por el cine, la televisión y, sobre todo, la publicidad, jamás se ha igualado su perfección, su exacta medida entre continente y contenido.

Podemos sintetizar por tanto las aportaciones de La dama de Shanghai al cine negro en, por un lado, una profusa perspectiva erótica, por supuesto no explícita sino figurada o sublimada, pero suficientemente apreciable; desde el punto de vista social, como una demoledora visión de una clase rica e indolente; desde el terreno de la creación visual, como un extraordinario muestrario de escenas de gran estilo, del que la de la sala de los espejos quizá sea su máxima expresión, pero existiendo otras igualmente magníficas, como el sutil encuentro de los amantes en el acuario, un prodigio de utilización del contraluz, de las sombras silueteadas contra el fondo acuático.

Ilustración: Orson Welles y Rita Hayworth, en una evocadora imagen de La dama de Shanghai (1947).

Próximo capítulo: La mirada negra de Orson Welles. “Sed de mal” (y IV)