Enrique Colmena
Empezaremos por lo local hasta llegar a lo universal: hay en mi ciudad un restaurante donde las viandas son notables y los precios razonables. Sólo tiene un pero: algunos camareros, cuando exponen el plato al comensal, aderezan la visión del manjar con un inasequible “¡de lujo!”, que a fuer de repetido resulta cansino, cuando no directamente
jartible, como decimos en mi tierra.
Viene este excurso restaurador a cuento de otra cuestión, bien distinta, pero a la que le viene de perlas esa interjección, ese ¡de lujo!. Y es que uno podrá estar más o menos de acuerdo con la saga de Harry Potter, gustar más o menos de las monadas del niño/adolescente mago, pero lo que difícilmente nadie objetará es que (al margen de los actores infantiles), la saga rowlingiana ha conseguido reunir, a lo largo de las ocho películas que han compuesto la totalidad de la serie en cine, a una pléyade absolutamente mayestática de intérpretes del cine británico.
Pasemos revista: para abrir boca, el primer Albus Dumbledore, el director del colegio para magos Hogwarts, fue el gran Richard Harris, inolvidable en filmes como
Camelot o
Un hombre llamado caballo; a su repentina muerte le sustituyó en el papel otro grande de la escena y la televisión británicas, Michael Gambon, quien en cine ha realizado algunos memorables papeles en filmes como
El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante, y que recientemente fue el monarca Jorge V en la oscarizada
El discurso del rey.
Maggie Smith, la severa pero comprensiva profesora McGonagall de la serie, ha sido una presencia permanente desde hace medio siglo en el cine inglés y norteamericano, con filmes del calibre de
Los mejores años de Miss Brodie o
La solitaria pasión de Judith Hearne, y, lo que es mejor, ha ennoblecido decenas de películas manifiestamente inferiores a su talento artístico.
¿Qué decir entonces de John Hurt, quien interpretó en la saga al fabricante de varitas mágicas Ollivander? Pues que presenta una filmografía como para quitar el hipo, desde la iniciática
Alien, el octavo pasajero (cuya escena en la que “comparte” plano con el monstruo neonatal se ha convertido en un referente inolvidable, tantas veces plagiado y también parodiado) hasta la tenebrosa adaptación del clásico orwelliano
1984, pasando por su sensible interpretación de
El hombre elefante.
Kenneth Branagh, el niño prodigio shakespeareno (bueno, ya no tan niño…) también se sumó a la serie con su composición (algo pasada de rosca, es verdad) del profesor Lockhart. Su exesposa, Emma Thompson, también picó en la serie, en este caso para interpretar a la pamplinosa profesora Trelawney.
La saga ha contado con excelentes actores de reparto ya entrados en años, como el estupendo Jim Broadbent que compuso el pusilánime personaje del profesor Slughorn; la excelente Imelda Staunton daba auténtico miedo en su papel de la inquisitorial directora de Hogwarts, Dolores Umbridge; Timothy Spall (recordable como Churchill en la mentada
El discurso del rey) y su peculiar rostro ratonil; o el portentoso Brendan Gleeson, que hacía toda una creación del profesor
Ojo Loco Moody.
Pero no sólo los viejos actores británicos se han apuntado a la saga potteriana; los de mediana edad tampoco le han hecho ascos, desde Helena Bonham Carter, que ha debido pasárselo pipa con su personaje de Bellatrix Lastrange, una bruja loca, nihilista y absolutamente desbocada, con un punto anarquista (de las de bomba con mecha…), a Ralph Fiennes, cuyo Lord Voldemort quizá peca de falta de perfidia, que se supone es lo que le sobra a este personaje atrozmente perverso, pasando por otros eximios intérpretes como Miranda Richardson, Julie Walters, David Thewlis o Rhys Ifans.
No digamos si hablamos de los actores que portan galones de estrella USA, desde Gary Oldman a Alan Rickman, ambos especializados en papeles de villanos en sus respectivas carreras, aunque en este caso sus personajes fueran sutilmente distintos. Hasta el cómico John Cleese, ex
alma mater del grupo Monty Python, se sumó a la pléyade actoral potteriana, además del loachiano Peter Mullan o ese rostro entre cadavérico y draculino (no en vano fue el rey vampiro de la saga
Underworld) que (so)porta Bill Nighy.
Es verdad que algunos grandes de la interpretación se han quedado fuera, quizá porque la saga les ha parecido un producto puramente comercial, aunque ellos mismos se han visto involucrados en filmes tan taquilleros como los de la serie potteriana. Estoy pensando en el gran Anthony Hopkins, que sin duda hubiera podido ser un Voldemort formidable: recuérdese el espeluznante personaje de Hannibal Lecter que creó para
El silencio de los corderos; o en Sean Connery, quizá ya harto de las franquicias cinematográficas tras su paso por la de 007. En el caso de Ian McKellen (el Gandalf de
El Señor de los Anillos y el Magneto de la saga de
X Men) es posible que pensara que ya estaba en demasiadas series de corte fantástico para añadir otra muesca más de estas características a su carrera.
También es cierto que, si hubieran vivido, algunos de los grandes actores británicos ya muertos posiblemente no hubieran hecho ascos a interpretar algunos de los personajes de la saga. Estoy pensando en gente del nivel de Laurence Olivier, Alec Guinness, James Mason o John Gielgud, que habrían podido componer ventajosamente cualquiera de los personajes potterianos.
En cualquier caso, lo que parece claro es que la serie de Harry Potter se ha rodeado de excelentes actores que han dignificado los filmes. Es verdad que a los protagonistas absolutos, en concreto Daniel Radcliffe (cuyo personaje de Potter le perseguirá mientras viva) y Rupert Grint (su amigo Ron Weasley), les auguramos una carrera más bien limitada, como sus propios y escasos recursos actorales; otra cosa será Emma Watson (Hermione Granger), cuyas virtudes como actriz no dejan de crecer. Pero el conjunto de estupendos intérpretes que los han rodeado han supuesto una de las bazas fundamentales a la hora de dejarse llevar por ese serial entre lo fantástico y lo legendario, entre la literatura y el cómix, que ha supuesto la saga de Harry Potter, generadora tanto de fortunas incalculables como de los sueños infantiles de toda una generación de pipiolos.