Enrique Colmena
Ha muerto Rafael Azcona y, como es habitual en estos casos, las necrológicas han echado chispas. Tendríamos que tener textos preparados para estas ocasiones, como hacía el delicioso personaje de Marcello Mastroianni en “Sostiene Pereira”; cabría incluso publicar alguna necrológica de éstas aún en vida del interfecto, aunque me temo que sería una muestra de humor negro no demasiado apreciada por el futuro difunto, aunque seguro que sí lo sería por Azcona, al que se atribuye la humorada de decir que, cuando se muriera, él no tendría problema: los que sí lo tendrían serían los que se quedan aquí, a los que les deja, literalmente, un muerto…
Hay muchas cosas que decir de este gran logroñés: la primera quizá sea que, en contra de lo que es el deporte nacional de los guionistas, él nunca pretendió pasarse al otro lado de la cámara; de hecho, en cuarenta y nueve años de profesión y con casi cien libretos salidos de su pluma (o de su disco duro), sólo en una ocasión, en un “sketch” de “Los desafíos”, se atrevió a dirigir. Y es que, hombre con la cabeza sobre los hombros, tenía claro que lo suyo era escribir para que otros pusieran sus historias en imágenes.
Otra de sus conocidas características era su casi patológica timidez, que le hacía no asistir a saraos de ningún tipo ni conceder entrevistas; de hecho, costó la propia vida que recogiera en persona el Goya de Honor, ya casi a finales del siglo XX. En un tiempo como éste, en el que parece que la popularidad, la fama o el prestigio (táchese lo que no proceda) no existe si no es televisado, que un tipo de talento inconmensurable no quiera aparecer en la caja tonta, es como para hacerle un monumento…
De Azcona se recuerda especialmente su colaboración con Berlanga, y aún más concretamente sus primeros guiones para el ilustre valenciano, sobre todo “Plácido” y “El verdugo”, auténticas muestras del esperpento celtibérico que daría lugar incluso al adjetivo “berlanguiano” para definir ese tipo de historias, entre cutres, corrosivas y entrañables, que entre ambos parieron, aunque la mayor gloria se la llevara el director. Pero su colaboración no se limitó a esos dos míticos títulos, sino que continuó prácticamente durante toda la carrera creativa de Berlanga, con películas señeras como “Vivan los novios”, la Trilogía Nacional, “La vaquilla” o, ya más endeble, “Moros y cristianos”. Sin embargo, casi nadie se acuerda de que Azcona también intervino en el guión de uno de los escasos Berlangas “serios”, “Tamaño natural”; de esta forma podemos entroncar con la continuada colaboración que el logroñés mantuvo con el cineasta “serio” por antonomasia en la España de los años sesenta y setenta, Carlos Saura, con quien trabajó en varios de sus filmes crípticos y memorables de aquella primera etapa, como “Peppermint Frappé”, “La madriguera”, “El jardín de las delicias”, “Ana y los lobos” y, sobre todo, “La prima Angélica”.
La veta humorística la cultivaría también en sus frecuentes colaboraciones con Marco Ferreri, especialmente en su primera época, en la que el cineasta italiano rodó en España dos filmes que perfectamente podrían haber sido dirigidos por Berlanga, “El pisito” y “El cochecito”, para después formar Azcona y Ferreri una notable pareja creativa en filmes tan peculiares y ferrerianos como “La grande bouffe”, “La última mujer”, “No tocar a la mujer blanca” y “Adiós al macho”, tan lejanos de los primitivos planteamientos cuasi berlanguianos del cineasta milanés.
Junto a Berlanga, Saura y Ferreri, el cuarto cineasta que más frecuentemente colaboró con Azcona, consiguiendo de esa forma sin duda sus mejores películas, fue José Luis García Sánchez, en divertidas comedias con un toque berlanguiano como “La corte de Faraón”, “Pasodoble”, “El vuelo de la paloma”, “Suspiros de España (y Portugal)”, “Siempre hay un camino a la derecha”, “Adiós con el corazón” y “La marcha verde”.
Aún frecuentaría Azcona algunos otros cineastas españoles de postín, desde Fernando Trueba en “Belle epoque” y “La niña de tus ojos”, ambas en clave levemente berlanguiana, trufadas de truebismo (no confundir con estrabismo, aunque también...), a Fernando Fernán Gómez, para el que escribió una de las mejores y más intensas películas del gran FFG, “Mi hija Hildegart”.
Pero no siempre el nivel de Azcona fue éste: también hubo una época, sobre todo en los años sesenta y setenta, en la que tuvo que escribir “spaghetti-western”, “giallos” y policíacos de denuncia a la italiana; no importa: no se le puede tener en cuenta al logroñés que hiciera el guión de “En el Oeste se puede hacer… amigo”, a mayor gloria de Bud Spencer y Terence Hill, un eslabón más del “spaghetti” trinitario, cuando nos ha dado muestras de un talento inigualable: véanse los títulos que se han citado y se comprobará que entre ellos está parte de lo más granado que haya hecho el cine español en el último medio siglo: entonces, ¿a quién le importa que escribiera alguna patochada sobre alubias y cuescos?