El cine militante de izquierdas no es ciertamente habitual hoy día. En Europa hay algunos cineastas que lo cultivan, como Ken Loach o, en otra línea, los hermanos Dardenne. El resto, en general, son francotiradores sin mucha repercusión pública. Pedro Pinho estudió cine en su Lisboa natal y en París, y ciertamente le aprovechó. Comenzó en cine como director de fotografía, para pasarse a la dirección hace algunos años, primero en cortometrajes y documentales, y ahora, con esta La fábrica de nada, en el largometraje de ficción, si bien esa definición debe ser matizada.
Portugal, comienzos del siglo XXI: los empleados de una fábrica de ascensores son sorprendidos por la noticia de que la empresa, con nocturnidad y alevosía, está procediendo a la deslocalización del centro de trabajo. Deciden entonces ocupar la nave para evitar que se lleven la maquinaria y se cierre la fábrica. La empresa comienza a presionarles, primero con tentadoras ofertas económicas individuales para dividirles y que desistan, después con la Policía. Pero los obreros aguantarán, aunque con muchas dudas, vacilaciones y deserciones…
La fábrica de nada es, seguramente, una película necesaria: son tan raras las cintas que dan voz a la gente corriente, a los que la Historia no recordará, a los que son héroes porque se tiran cuarenta años levantándose temprano para trabajar, que escucharlos tiene su sentido. Porque además, aunque decíamos antes que se trata de un largo de ficción, hay un matiz importante, y es que los protagonistas, actores no profesionales, parecen reproducir, a través de las claves del docudrama, un asunto vivido en primera persona, si bien el director lo niega. Lo cierto es que toda la parte que se desarrolla en la fábrica es la mejor, con tensión, incertidumbre, diálogos apasionados de los trabajadores allí recluidos voluntariamente. Recuerda de alguna forma el cine del mentado Loach, cuando el cineasta inglés deja a sus actores, en las escenas de asambleas y reuniones, que improvisen sus papeles sobre una idea general previamente pactada. Aquí la sensación es de un verismo inusitado, a lo que ayuda la cámara de Pinho encuadrando a sus actores en primeros planos, cámara en mano pero sin marear.
Esa es la mejor de las bazas de La fábrica de nada, así como el inopinado número musical que se marcan los obreros ya casi al final, que rompe la seria ortodoxia hasta entonces del relato y, ciertamente, se agradece. Sin embargo, la opción de incluir casi media hora de un sesudo debate marxista entre varios teóricos, sobre capitalismo, autogestión, etcétera, además al margen del marco de la fábrica, se hace bastante pesado. Son interesantes las opiniones, pero lastran sin necesidad el ritmo del film, hasta entonces muy entonado.
Evidentemente, las casi tres horas de duración son excesivas, si bien puede decirse que la película no cansa, salvo, quizá, y mayormente por reiterativa, en la parte del debate de los sesudos. Estamos entonces ante un filme irregular, donde hay elementos que no casan demasiado bien, desequilibrada en su muy largo metraje, pero ciertamente estimulante en su denuncia de una realidad social evidentemente lacerante. Porque (y ese es otro de sus méritos) Pedro Pinho y su equipo no intentan adoctrinar (aunque su postura parece obvia), dan voz a todos, y, en contra de la famosa tríada marxista (tesis, análisis, síntesis), no llega a ningún resultado, a ninguna conclusión, más allá de exponer el tema al público para que este saque sus conclusiones, si le place.
Queda comentada la notable verosimilitud de los actores no profesionales, a los que parece que la cámara filmara mientras desarrollan su vida normal, cosa que ya se ha dicho no es así. Nos quedamos con José Smith Vargas, de peculiar aspecto que le hace parecer más escocés o irlandés que portugués, y que podría tener una carrera interpretativa interesante; y Herminio Amaro, en otro registro distinto, que también resulta extraordinariamente creíble.
Muy merecidamente, La fábrica de nada consiguió el Giraldillo de Oro a la Mejor Película en el Sevilla Festival de Cine Europeo (SEFF), en su edición de 2017.
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