A principios de los años ochenta varios directores españoles de primera línea coincidieron, aunque cada uno por su lado y sin previa connivencia, emprender lo que podríamos llamar la “aventura americana”. Lo cierto es que, en general, la experiencia resultó ser muy negativa: José Luis Borau con su Río abajo (1984) y Bigas Luna con su Renacer (1981) tuvieron todas las dificultades del mundo en sus respectivos rodajes, incluyendo graves problemas de financiación en sus producciones, y cuando se estrenaron no tuvieron tampoco apenas repercusión ni en público ni en crítica; Fernando Colomo, con La línea del cielo (1983) tampoco consiguió el favor del espectador ni del crítico, mientras que Manuel Summers, con esta Ángeles gordos (1981), sí concitó el interés de los especialistas pero no así el del público, que no se llegó a enterar de esta sensible, a la vez que a ratos cómica película romántica.
Ello supuso (otra vez...) la ruina económica del director, guionista, actor y productor sevillano, viéndose obligado a emprender sendas mucho más comerciales con To er mundo e güeno (1982), con el manido recurso de la cámara indiscreta, si bien es cierto que el talento de Summers sacó, en esta y en sus continuaciones To er mundo e mejó (1982) y To er mundo e... ¡demasiao! (1985), petróleo de donde apenas había.
Ángeles gordos, como casi toda la filmografía summersiana, va de amor y de sexo, en este caso en las complicadas circunstancias de dos gordos, chico y chica, que se conocen a través de una revista de contactos por correspondencia. Mike y Mary, que así se llaman los obesos, viven en Nueva York y Miami, y carecen de vida afectiva. Cuando se intercambian fotos enviando las de dos amigos de cuerpos diez, el enredo estará servido...
Tiene Ángeles gordos el candor del cuento de hadas: los rollizos que querían amar y ser amados habrán de pasar un calvario por no confiar ni en sí mismos ni en el buen criterio del otro. Con reminiscencias del Cyrano, con amantes interpuestos que actúan al dictado de los protagonistas, el film es también una reflexión sobre la apariencia física y la necesidad de aceptarse como se es. Rodada con la habitual sagacidad de Summers, está salpicada de toques humorísticos, como casi todo el cine del cineasta sevillano, un humor andaluz en la ciudad de los rascacielos, que, ciertamente, no desentona, confirmando que la comicidad no sabe de fronteras ni de culturas.
Es cierto que los intérpretes, sobre todo los secundarios, son bastante malos. Los protagonistas, Farnham Scott y January Stevens, actores no profesionales, aportan lo mejor en la interpretación, resultando frescos y naturales, a pesar de lo cual sus carreras apenas tienen algún título más, desapareciendo pronto de la escena cinematográfica.
Hermoso film, fallido en taquilla, pero estimulante en su visión de la gordura como un estado del ser humano en el que también se quiere, se necesita, se precisa amar y ser amado.
95'