Rafael Gil fue uno de los directores “de cabecera” del régimen franquista. Curiosamente, sus inicios como director (tras su época de crítico de cine) fue haciendo documentales para el bando republicano durante la Guerra Civil. Pero una vez que el bando de los llamados “nacionales” venció militarmente en la contienda, Gil se plegó pronto al nuevo sistema y su cine estaría siempre dentro de las coordenadas del régimen.
Gil no fue un cineasta exquisito, pero sí es cierto que fue un director competente, un buen profesional que rodaba con eficiencia. En su primera etapa, durante los años cuarenta, menudearon los films de época, los grandes dramas, casi siempre bajo la férula de la entonces pujante productora CIFESA. Fue también pródigo en llevar a la pantalla adaptaciones de escritores de relumbrón, de Jardiel a Fernández Flórez o Galdós.
Precisamente en El clavo adaptó a otro de los grandes nombres de la literatura española, en este caso, seguramente no de forma fortuita, uno de los escritores que generalmente se adscriben al pensamiento conservador español, Pedro Antonio de Alarcón.
Con la adaptación de esta novela, que contó con los diálogos escritos por el dramaturgo Eduardo Marquina, Rafael Gil buscó, y en buena medida se puede decir que lo consiguió, huir del catetismo que era consustancial al cine comercial español de la época. Consigue así el cineasta madrileño uno de sus grandes éxitos, tanto de público como de crítica, de los años cuarenta.
Película “de época”, se cuidaron mucho todos los aspectos estéticos del film: vestuario, decorados, dirección artística, así como la hermosa fotografía en blanco y negro del maestro Alfredo Fraile. Tuvo El clavo una gran repercusión en taquilla, lo que permitió al cineasta tener las manos libres para otros proyectos más personales, aunque siempre dentro de la órbita del cine franquista, del que Gil no se movió un ápice.
Un joven juez investiga el extraño caso del asesinato de un hombre. Paralelamente, el magistrado busca a una hermosa mujer que ha desaparecido misteriosamente de su vida. Ambas circunstancias se revelará, con el tiempo, que están dolorosamente conectadas. El hombre de leyes es Rafael Durán, un actor ciertamente bastante empalagoso, aunque muy popular en la época por su buen porte y empaque aristocrático; mejor es la bella, la espléndida Amparo Rivelles, un auténtico lujo de actriz que emigraría a México ante las trabas y falta de libertades de la España de Franco.
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