El coronel no tiene quien le escriba

Autor de una de las más fascinantes filmografías de la presente década (en las anteriores, salvo El lugar sin límites, pasó sin pena ni gloria), Arturo Ripstein vuelve por sus fueros con esta telúrica versión de una de las obras cumbre de Gabriel García Márquez, la barroca y sugestiva El coronel no tiene quien le escriba, parábola de la paciencia. Ripstein y su inseparable guionista Paz Alicia Garciadiego, con buen criterio, adaptan el rico trenzado argumental del escritor colombiano a su horizonte conocido, el México de los años cuarenta, en una hermosa traslación de la que no se resiente en absoluto la credibilidad de la película.

Metáfora sobre la eternidad, Ripstein y Garciadiego, cada uno en su nivel de aportación, nos plantean, de alguna forma, la historia de Job en México, un militar que más que esperar, desespera por la llegada de una pensión prometida, veintitantos años después de que devengara su derecho a ella. Esa miseria cotidiana es el eje sobre el que gira el filme, pero no su meollo, que es más bien el derecho a (incluso el deber de) ser digno y pobre, sin que ello pueda ser, en ningún momento, antitético: no hay frase hecha más odiosa que "pobre pero honrado", como si ambas cualidades fueran excluyentes entre sí.

Mexicano de pura cepa, el coronel resulta ser, sin embargo, gachupín (léase español, en la peculiar denominación azteca) en su hidalguía y en su quijotismo: antes morir de hambre que aceptar el favor del hombre que segó la vida de su hijo. Espléndida en la composición de actores, con una Marisa Paredes perfectamente integrada en el habitual elenco actoral de Ripstein, cuidada en todos sus detalles, sin por ello caer en el lamentable vicio de la "miseria de diseño", tal vez haya que poner a esta bella adaptación el "pero" de su ritmo algo cansino, sobre todo hacia la mitad de su metraje, pronto recuperado para terminar otra vez pujante y en forma.