No está el cine español sobrado de buenas películas como esta El patio de mi cárcel, y es una pena porque ni el público ni, lo que es peor, la crítica, la han acogido como se merece. Ambientada en los años ochenta, en la primera década del gobierno socialista, plantea una historia que igualmente podría suceder hoy, la de una chica “prisionizada” (el palabro, seguramente heterodoxo, lo dice la directora de la prisión, para definir a las personas que no saben vivir en libertad) que entra y sale de la cárcel como Pedro por su casa, pero también la del grupo de reclusas que, más temprano que tarde, vuelven a reincidir y a encontrarse en el presidio (vale decir Yeserías, siniestro nombre para un penal como lo fueran los de Ocaña o Carabanchel durante la Dictadura, de ominoso recuerdo).
Belén Macías hace su primera película como directora, pero se le notan las tablas como realizadora de televisión. Pero, al margen del oficio, que al fin y al cabo es sólo una cuestión de experiencia, Macías demuestra también una rara habilidad para hacer cine sin aspavientos, jugando con las miradas de sus protagonistas antes que con los diálogos. Ellas se encuentran a la cola de la sociedad, pero una nueva funcionaria de buen corazón pretenderá redimirlas por el teatro. El entorno es, desde luego, deprimente, entre gente que, como dice la gitana que está en la cárcel por haber matado a su marido maltratador, ha nacido con un mal "vajío” que no puede evitar.
Se suceden los días y los años, y las componentes del grupo tendrán que lidiar no sólo con sus propios problemas, sino también con los derivados de la convivencia con reclusas y funcionarias. Ahí es donde Macías utiliza sus armas: la mirada recelosa de la chica a la que otra interna le ha “levantado” la novia, la putilla engañada por enésima vez por el burgués que le jura va a separarse de su mujer, la gitana que parece una versión trágica y romaní de Omaíta, la funcionaria que intenta humanizar el trato que la inmisericorde institución inflige a las internas.
La música, como de tragedia griega en versión “jonda”, conviene bien a una película modesta pero primorosamente contada. Las intérpretes están excelentes; por encima de Candela Peña (sobradamente conocida, y que aporta a su personaje la templanza de la mujer formada que busca ayudar a las que han ido a parar a aquel muladar) está Verónica Echegui, espléndida en el papel central, una mujer arrastrada por el huracán de su propia inopia, madre entregada a la vez que insuficiente, persona que no ha sido capaz de tomar las riendas de su vida, actriz en ciernes de inusual talento por pulir. Por cierto que Echegui se parece físicamente cada día más a la Penélope Cruz de hace diez o quince años…
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