Michael Almereyda es una de las estrellas del cine indie norteamericano. Brillante, con cierta tendencia a la pedantería, hay que reconocerle su personalidad y su eclecticismo: lo mismo hace un filme de terror como una adaptación al siglo XX del Hamlet shakespeariano, o dos historias concatenadas sobre Nueva Orleans (antes y después del Katrina), entre otros palos tocados.
Por eso no extraña que el cineasta de Kansas se sientiera atraído por la figura y la obra del Dr. Stanley Milgram, quien a principios de los años sesenta, bajo la férula de la Universidad de Yale, realizó una serie de experimentos que vendrian a demostrar que, con las debidas presiones (no violentas, pero sí resueltamente firmes), cualquier persona, sin tendencias sádicas ni personalidad asocial ni problemas psicológicos de ningún tipo, era capaz de infligir (supuestamente) descargas eléctricas a otra persona, a pesar de las súplicas de ésta para que no continuara con el experimento. Por supuesto, no había tal torturado, sino grabaciones que deberían condicionar la continuidad por parte del cobaya humano para que desistiera de, presuntamente, infligir un dolor cada vez más intolerable a un prójimo. Hablaba Milgram de un cierto tipo de maleabilidad que hacía que el ciudadano medio, adecuadamente presionado, realizara actos de barbarie que, sin esa presión, sería absolutamente incapaz de cometer.
Aquellos experimentos dieron fama mundial al Dr. Milgram, que buscaba descubrir por qué tantos miles de personas perfectamente normales habían participado, al parecer sin mayores remordimientos, en hecatombes abominables como el Holocausto.
Aquellos tiempos no eran estos, y al Dr. Milgram le llovieron las críticas, tachándole a su vez de torturador y falsario. Lo cierto es que, lo que en principio parecía una película sobre aquellos polémicos pero también esclarecedores experimentos, se torna pronto en un biopic muy personal sobre este científico atípico, que buscó dar una respuesta empírica a uno de los genocidios sistemáticos más lacerantes de los últimos siglos: su interés no era sólo meramente cientifico, y el hecho de que el propio Dr. Milgram fuera judío, evidentemente, jugó un papel importante en la realización de los experimentos, sin por ello desvirtuar su carácter de pruebas de ciencia.
Asistiremos entonces a la vida y (en alguna medida) milagros del Dr. Milgram, su boda, sus hijos, sus controversias con destacados científicos que también buscaban respuestas conductuales. Almereyda, que ya tenemos dicho es brillante, erudito y muy personal, juega la baza vintage y utiliza (para mi gusto con demasiada frecuencia) recursos cinematográficos hoy olvidados, como el ciclorama, lo que le confiere al principio un regusto camp muy adecuado, aunque su abuso termina por resultar algo repetitivo. La utilización de técnicas como la de dirigirse el protagonista directamente al espectador, casi tan antigua como el cine (no digamos en el teatro: tendríamos que remontarnos a la Grecia clásica), pero tan poco utilizada actualmente, aporta también niveles de innovación que tanto se agradece en este cine nuestro del siglo XXI, tan clásico, tan tradicional. Elementos como el elefante que, intermitentemente, sigue en ciclorama a nuestro protagonista pareciera querer emparentarla con el teatro del absurdo de Ionesco (hablamos de El rinocerente, of course), pero también puede ser la vistosa forma de dar Almereyda la polémica que persiguió a este peculiar científico durante toda su vida.
Personalísima casi siempre, brillante a pesar de las redundancias sintácticas (veniales, todo hay que decirlo) que se le registran, Experimenter es un estimulante biopic que no lo parece, alejado de las parafernalias hagiográficas tan habituales en el género. Por el contrario, y a pesar de que la viuda vive (e incluso aparece en un primer plano al final del filme), la película no evita arrojar líneas de sombra sobre el doctor, con frecuencia demasiado pagado de sí mismo como para no ver que sus experimentos, con cierta habitualidad, buscaban confirmar tesis previas, con lo que partían de un pie forzado que difícilmente desdecían lo que ya se creía saber desde el principio.
Peter Sarsgaard es, probablemente, el actor USA con menos capacidad gesticular facial (sí, en dura competencia con los "cara-de-palo" Stallone o Seagal). Tiene una mirada que hace pensar que no tiene interés por nada, pero precisamente con ese rostro aparentemente carente de emociones juega sus bazas para dar vida a este sabio que revolucionó el estudio de las Ciencias Sociales a partir de la década de los sesenta. Winona Ryder parece ya de vuelta al mundo de los vivos; aquí compone convincentemente el papel de la esposa amante y amada del divo científico, y da razonablemente el paulatino derrumbamiento de su (presumiblemente) idílica convivencia. Con papelitos mínimos (se entiende que para apoyar el proyecto) aparecen John Leguizamo y el recientemente fallecido (en estúpido accidente doméstico, y perdón por el pleonasmo) Anton Yelchin, el inolvidable nuevo rostro del Sr. Chekov de la serie Star Trek.
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