Tras el aldabonazo artístico que supone, a todos los niveles, el nacimiento de la Nouvelle Vague o Nueva Ola Francesa, con cineastas como Godard, Truffaut, Rivette, Resnais o Chabrol, el cine francés entra a mediados de los setenta en un cierto marasmo y desconcierto artístico, situación que se mantendría durante varios lustros, viviendo aquella época de las escasas rentas de algunos títulos aislados. Así las cosas, Francis Girod, quien participó activamente en diferentes puestos en la consolidación de la Nouvelle Vague, se pasa a la dirección con dos largometrajes, uno “El trío infernal”, floja versión de un caso tipo Landrú, pero a tres bandas, y esta “La banquera”, en la que una mujer de gran voluntad y fuertes principios se introduce durante los años treinta en los turbulentos ambientes de la gran banca francesa de la época, en los años en los que la III República se debatía en luchas intestinas que acabarían dejando el paso franco a la invasión nazi.
“La banquera” es una película, a pesar de ello, atractiva. Plantea una historia en la que se combina acertadamente amor y política, tal vez dos caras de una misma moneda, y está realizada con precisión y concisión, virtudes poco frecuentes.
Gran parte del encanto del filme reside en su principal protagonista, una Romy Schneider en la cumbre de su carrera y en el mejor momento de su vida como mujer madura, espléndida en la recién estrenada cuarentena.
Un cuidado reparto de la cinematografía francesa la escolta, destacando nombres como Marie-France Pisier o Jean-Louis Trintignant, y también el rohmeriano Jean-Claude Brialy. A destacar, dentro de la suntuosa envoltura formal de la cinta, una interesante partitura del maestro Ennio Morricone.
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