Durante las décadas de los años cincuenta y sesenta del siglo XX, la cinematografía italiana importó con alguna frecuencia a directores norteamericanos para que realizaran algunos de sus productos, y así otorgarle un mayor empaque comercial a su cine. Solía acompañarse tal circunstancia de algunos actores norteamericanos y rodajes hechos en inglés. Éste fue el caso de “La intriga”, en el que se importó a George Marshall, un reputado profesional del cine de Hollywood, eficaz en todos los géneros, para poner en escena este policíaco basado en una novela de Doris Hume Kilburn. Marshall, en cuya filmografía casi siempre mediana se encuentran sin embargo algunos títulos estimables, como “El gran Houdini” o “La conquista del Oeste”, estuvo a la altura de las circunstancias, y su trabajo fue al menos aceptable.
La intrigante historia narra los hechos sucedidos en una ciudad italiana a la que llegan dos famosos peritos norteamericanos, expertos en obras de arte, llamados por un conde un tanto misterioso. Desde su llegada, los americanos son vigilados por alguien. Marshall impregnó el relato de cierto tono “negro” americano que se agradece, pero de todas formas la historia no termina de cuadrar y a veces se hace tediosa. El suspense no está muy logrado.
La pareja protagonista de yanquis estaba formada por Shirley Jones, actriz de segundo orden, tal vez más famosa por ser la madre de David Cassidy, un cantante de fulgurante éxito entre las jovencitas de los setenta, hoy justamente olvidado; y George Sanders, un actor que daba divinamente el papel de cínico escéptico, y que se suicidó en la década de los setenta. El eterno galán Rossano Brazzi pone el toque latino.
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