André Téchiné es uno de los valores seguros del cine con intención intelectual francés. Sus películas podrán gustar más o menos, según el caso, pero siempre interesan. Su cine gira siempre en torno a los sentimientos y a las relaciones personales, al sexo, o a su ausencia, con personajes ambiguos cuyo desenvolvimiento en la vida viene marcado precisamente por sus amores o sus desamores.
En esta estimulante Los testigos Téchiné habla de un tiempo pasado, relativamente reciente, pero que marcó a fuego a toda una generación, y a las siguientes: a mediados de los años ochenta el fantasma de una nueva enfermedad epidémica, de consecuencias devastadoras y estigmas sociales, recorre el mundo. El sida, que aún no sabe que será llamado con esas siglas infames que marcarán como la peste a los infectados, campa por sus respetos por todo el mundo, como un dragón ignoto. La comunidad científica se enfrenta a un reto de incalculables proporciones, y la comunidad inicialmente más afectada, la homosexual, tiembla de miedo ante una lepra que afecta principalmente a sus miembros.
En ese contexto, Téchiné nos cuenta la historia de varias personas en la Francia de mediados de los años ochenta del pasado siglo: una escritora, martirizada por una maternidad que la descentra; su marido, un policía de etnia árabe, responsable de la Brigada Antivicio de París; el mejor amigo de la novelista, un médico gay que concibe un amor platónico por un jovencito recién llegado de provincias, homosexual como él; la hermana del chico, neófita cantante lírica, alojada precariamente en un burdel mientras espera su oportunidad.
Con todos estos personajes, Techiné nos cuenta una historia de amores y desamores, de deseos contenidos o incontenibles, de desolación y muerte cuando el espectro horrísono del sida se embosque en la vida del grupo. Es cierto que Téchiné no es un autor de acentuada personalidad cinematográfica: no se puede decir que en sus películas haya grandes ideas fílmicas, ni una ostensible creatividad visual. Es, sobre todo, un “racconteur”, un contador de historias, siempre envueltas en ese rebozo evanescente de los sentimientos.
Sin embargo, sí hay algunos momentos de gran impacto, como la escena en la que el duro policía camina hacia la lavandería, llevando consigo la canasta de ropa sucia de su amigo, de su amante, al que acaba de descubrir como un ectoplasma cuasi moribundo, estragado por el sida; ese bronco funcionario, ese macho absoluto, tendrá que detenerse, soltar la canasta y romper a llorar como un niño pequeño, sin consuelo ni redención: qué gran momento, qué brutal fuerza cinematográfica…
Es cierto que no siempre el filme está a igual altura. Con cierta frecuencia los diálogos son algo insustanciales, no llevan a ninguna parte. El funcionalismo en la dirección de Téchiné tampoco ayuda mucho. Pero lo cierto es que el conjunto es solvente, una obra de altura que habla de una peste del siglo XX, con coda en esta centuria en la que estamos, que marcó la forma de vivir de toda una generación sexualmente activa, y cuyo recuerdo de aquellos años de zozobra no está de más, ni mucho menos.
Algún comentario sobre los actores: Michel Blanc, como siempre notable, aunque no llegue a la altura de su inigualable actuación en Monsieur Hire; a Emmanuelle Béart lo sentimos pero no terminamos de creérnosla como escritora de cuentos infantiles; de ella dijo alguien que era un rostro de ángel en un cuerpo de puta, y con esos avales es complicado parecer un trasunto de Beatrix Potter; Sami Bouajila, que interpreta al policía de origen árabe, se mueve con soltura en su personaje de macho total, agente insobornable y padre amantísimo, devorado por un deseo embravecido hacia alguien que pone en cuestión cuanto es; el joven Johan Libéreau, por último, funciona espléndidamente en las dos fases de su personaje, el vitalista veinteañero de permanente sonrisa, con toda la vida por delante, y el amargado muerto viviente, de humor hosco y atravesado, en el que lo convierte la (pen)última epidemia conocida.
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