El cine australiano, hasta finales de los años setenta, era prácticamente desconocido en Occidente. Tuvo que llegar una pléyade de nuevos y talentosos directores: dos llamados George Miller (que ya es casualidad), Peter Weir, Bruce Beresford, Phillip Noyce… Todos ellos tuvieron un fulgor inicialmente esplendoroso, aunque casi todos también fueron fagocitados y adocenados pronto por Hollywood.
Una de las primeras películas australianas que llamó la atención fue precisamente esta Mad Max. Salvajes de autopista, que nos trajo una nueva forma de narrar la ultraviolencia, y además temáticamente inició una interesante senda de filmes de estética postapocalíptica que haría furor a partir de entonces: el look de motoristas vestidos de cuero, los motores rugientes, los paisajes desolados, toda una parafernalia para poner en escena un futuro de incierta fecha pero en cualquier caso devastador. En esta primera entrega de la saga (que cuando se escriben estas líneas ya cuenta con cuatro capítulos) todavía existe algo parecido a una civilización, a un Estado que intenta mantener los derechos civiles y algo que pueda pasar por una sociedad adulta, pero los malos avanzan cada vez más atropellando (con frecuencia literalmente…) a quienes se oponen a sus designios de crápulas.
Max es un policía harto de la continua lucha contra los que han decidido campar por sus respetos y poner patas arriba la sociedad civilizada. Decide dejarlo todo y retirarse con su familia, pero no será tan sencillo…
Mad Max fue la primera que estableció unos determinados parámetros para este tipo de cine postapocalíptico, desde las estéticas formales, con una agresiva planificación que jugaba con habilidad con las cámaras sobre los vehículos que se perseguían, con planos subjetivos permanentes de la carretera mientras es tragada por los coches que la recorren a velocidades de vértigo, e incluso se permitió perlas cinematográficas como algunas elipsis (esa botita rebotando en el asfalto, ahorrándonos piadosamente el atropello del bebé) que no hubiera desdeñado el maestro absoluto de ese sugestivo recurso fílmico (obviamente Bresson).
George Miller demostró una rara capacidad para generar adrenalina en el espectador, en la que hubiera podido ser una historia más de vengadores ultrajados de las que por aquel entonces interpretaba con contumacia Charles Bronson, para trascender el filme hasta conseguir una extraña, potente película que juega con sentimientos primarios pero también con refinados recursos cinematográficos, e incluso inventó toda una estética, una temática.
Mel Gibson, tan jovencito, se estrenaba por aquel entonces en las pantallas de medio mundo. Después se endiosó y perdió frescura, pero aquí estaba muy bien, muy primitivo. Pero el que está espléndido es Hugh Keays-Byrne, en uno de esos villanos repugnantes que enamoran al cinéfilo. Y es que no se puede ser más malo…
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