Don Cheadle es un interesante actor afroamericano, generalmente encasillado en papeles secundarios. Su fascinación por la figura y (sobre todo) la música del trompetista de jazz Miles Davis le ha llevado a montar esta estimulante película, Miles ahead (título, por cierto, de uno de sus más renombrados álbumes, publicado en 1957), en la que ha ejercido, además de como protagonista, también como director, coguionista, productor e incluso ha compuesto la música adicional. Quiere decirse con ello que, si no hubiera existido André Bazin, habría que acuñar el concepto de “cine de autor” para hablar de esta película, pues ciertamente es, de forma abrumadora, una obra de Don Cheadle.
El actor y neófito director (sólo había rodado hasta ahora un episodio de una miniserie televisiva) demuestra buen olfato como creador cinematográfico. No es su dirección la típicamente pulcra y aplicada del director novato que busca no meter la pata más de lo necesario. Por el contrario, Cheadle toma riesgos formales, presenta su filme fragmentado temporalmente, con una columna vertebral que gira en torno a un momento en la vida de Miles Davis, allá por los años setenta, en el que su adicción a las drogas y otras frustraciones le hizo abandonar durante un tiempo la composición y los conciertos. Sobre esa base real, Cheadle y su coguionista Steven Baigelman imaginan el fabulado encuentro con un periodista free lance que escribe supuestamente para la revista Rolling Stone, y que, tras un primer desencuentro, le ayudará a recuperar la cinta magnetofónica en la que el maestro de la trompeta había ido acumulando sus últimas creaciones para intentar volver al showbiz.
Cheadle y Baigelman, con buen criterio, optan por no hacer el típico biopic hagiográfico, sino que se centran en ese momento histórico, crítico para la continuidad de la carrera artística de Miles, trufando ese eje argumental central con otra historia, la de su amor y desamor con su primera esposa, a la que engañaba reiteradamente con otras aunque finalmente siempre volviera a ella. Con una estructura temporal fragmentada, el cénit estilístico del filme se centra en la escena en el local donde se desarrolla una velada de boxeo, en la que Cheadle hace coincidir hasta tres momentos históricos distintos en una sola secuencia e incluso en un mismo plano, una esplendorosa muestra de talento y de capacidad de síntesis que extraña, sorprende y admira en un (en el apartado de dirección) recién llegado como él.
Miles ahead, aunque no sea una biografía al uso con todos los detalles de la vida y milagros del mítico trompetista, sí nos aporta una idea nítida de lo que fue el músico de Illinois: engreído, pagado de sí mismo, yonqui irredento, mujeriego, maltratador, un tipo con el que, desde luego, no se iría uno de copas. Pero (siempre hay un pero), cuando se ponía la trompeta en los labios… uno podía imaginarse que estaba escuchando la música del paraíso.
Valiente en cuanto que no ahorra los evidentes defectos del ser humano Davis, sabiendo como sabe Cheadle (a su vez también un fan absoluto) que Miles cuenta, un cuarto de siglo después de su muerte, con una legión millonaria de admiradores entregados, el filme es una hermosa, poliédrica visión sobre uno de los creadores musicales más interesantes que ha dado el siglo XX. Es también una película arriesgada y transgresora, nada complaciente con la figura del mito, y con evidentes intenciones de estilo. Nos descubre, entonces, a un nuevo cineasta con cosas que decir, con desenvoltura creativa, con capacidad para contar historias, entre la verdad y la fabulación, entre la certeza y la invención.
Cheadle, entregado como director, lo está también como protagonista, adaptando meticulosamente su físico al del músico de Illinois, incluso adoptando su peculiar tono de voz, que parecía estar hablando siempre en un confesionario. Por cierto que los playbacks musicales los encaja admirablemente. Ewan McGregor, en un papel secundario pero importante, contrapone la vida caótica del músico (en cierto momento lo llama el maestro desaliñado) con su mirada de blanquito escocés que busca la exclusiva de su vida por medios a veces no demasiado ortodoxos. La actriz Emayatzy Corinealdi es el descubrimiento del filme: aunque tiene ya una dilatada carrera en cine y (sobre todo) televisión, hasta ahora no había tenido ocasión de brillar como aquí, una presencia fascinante que justifica sobradamente la idolatría del músico, aunque al final a éste le perdiera la concupiscencia, la rijosidad con otras féminas.
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