Qué verdad es que no hay una receta mágica para dar con la tecla del público, ni con la del arte. “Nine” era un fascinante musical de Broadway, montado sobre la materia argumental de “Fellini, 8 1/2", el clásico del cineasta de Rimini en el que rodó el miedo (su propio miedo) ante la sequía creativa y su tormentosa relación con las mujeres de su vida. El musical es hoy día ya uno de los grandes éxitos de Broadway, habiendo sido interpretado en su papel principal por Antonio Banderas. Parecía lógico que, como otros fastuosos musicales, fuera llevado al cine, dando por hecho que sería un gran triunfo comercial y crítico. Pues ni una cosa ni la otra: en la taquilla USA se está despidiendo con una recaudación que no llega ni a la cuarta parte de su presupuesto, y los críticos la están (la estamos) poniendo de chupa de dómine.
Y lo cierto es que los mimbres eran excelentes: un buen director, Rob Marshall, perito en musicales (de hecho su oficio primigenio es el de coreógrafo), que ya nos agradó mucho en su “Chicago”, curiosamente otra adaptación al cine de un gran éxito de Broadway; un elenco de los de quitar el hipo: Day-Lewis, Loren, Kidman, Dench (sí, vale, también nuestra Cruz, más la franchute y “piafiana” Marion Cotillard); un costeado presupuesto de ochenta millones de euros… Pues nada, ni por esas. “Nine”/película no funciona prácticamente nunca: ni en su evocación del universo “sixty” romano, tan caro al filme original, “Otto e mezzo”, y a la iconografía felliniana de la época (cfr. “La dolce vita”), ni en los dimes y diretes de este cineasta atribulado, superado por su sequía creativa y por la presión que sobre él ejercen sus muchas mujeres: su esposa, su amante, su madre (difunta pero perenne a su lado), su consejera (y a ratos libres diseñadora de vestuario)…
Así las cosas, la película se sigue con desgana, con una escenografía feísta (sin querer serlo, que es lo peor), unos números musicales rápidamente olvidados, unas coreografías de gala de fin de curso de instituto, y unos actores que parecen escogidos expresamente por su torpeza al bailar: ese Day-Lewis que danza como un pato mareado; esa Penélope que hace como que se mueve a ritmo, cuando carece de él; esa Kidman, tan feliz de haberse conocido, pero a la que tampoco la ha llamado Dios por el sendero del baile… En fin, un pequeño desastre, cuyo origen no es fácil elucidar: tal vez el universo/Fellini no es el adecuado para un coreógrafo que, como es el caso de Rob Marshall, es un epígono de Bob Fosse, el último gran maestro del musical americano. Es posible que sus mundos no casen, y que de ahí provenga este choque de trenes en el que el aplastado en medio es el espectador, entre las neuras fellinianas y los bailables fosseanos. Una pena, porque, como decíamos, había mimbres para uno de esos buenos musicales que, muy de tarde en tarde, nos proporciona Hollywood.
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