Sigue la psicosis colectiva USA, tan lógica después del mazazo del 11 de Septiembre, aunque el hecho de poner en imágenes nada menos que la explosión de una bomba nuclear en el corazón de Baltimore hace pensar que los norteamericanos tienen un cierto sentido masoquista sobre sí mismos, parecido al de los japoneses de los años cincuenta y sesenta, que hacían que sus monstruitos tipo Godzilla arrasaran una y otra vez sus ciudades...
Pánico nuclear, más apocalípticamente titulada en Estados Unidos "La suma de todos los miedos", plantea un escenario ciertamente catastrófico: un grupo de poderosos nazis planea enfrentar a Estados Unidos y Rusia para quedarse ellos como los amos del cotarro. Hacen estallar una bomba atómica, supuestamente detonada por los rusos, y desencadenan la correspondiente espiral de violencia nuclear.
Para enfrentarse a este fregado está el agente de la CIA Jack Ryan, inventado por el novelista Tom Clancy (aquí tan implicado en la adaptación al cine de su novela que hasta ejerce de productor ejecutivo), pero con la peculiaridad de que ahora aparenta poco menos de treinta años, con la faz de Ben Affleck, cuando no hace mucho rondaba los sesenta con el careto de Harrison Ford; para más inri, el Ryan de Ford era ya un reputado agente, con un dilatado pasado de servicio a su país en muchos conflictos (algunos de dudosa legalidad...), y el de Affleck es un pipiolo analista internacional, sin experiencia alguna en acción; más aún, el personaje de Ford aparecía en algunas de sus películas casado y con descendencia, pero el bueno de Ben aquí está solterito, sin prole y tonteando con una médica. Así que, ¿Jack Ryan o Dorian Gray?
Ironías aparte, el film de Phil Alden Robinson no termina de encontrar su punto: en la primera parte trata de la conspiración para reventar una ciudad USA y después entra en el vértigo de una espiral atómica que llevaría a la hecatombe al género humano, todo ello con mucha fanfarria pero poca chicha. Los malos son de guardarropía, con un Alan Bates que compone un nazi millonetis de gustos refinados y acento obviamente tedesco, y el bueno parece más apropiado para escenas románticas que para salvar al mundo. Eso sí, está el siempre grande Morgan Freeman, aquí como una especie de Colin Powell, para dar la talla de los actores de una pieza, que sirven igual para un roto que para un descosido.
(15-08-2002)
124'