No todo el cine de compromiso social es bueno, como se encarga de descubrir pronto esta Rosetta, por mucha Palma de Oro que consiguiera en Cannes. Los hermanos Dardenne, cuya anterior La promesa ya fue sobrevalorada, pierden aún más terreno en esta historia que pretende hablar del infierno capitalista a través de una chica cuasi marginal, regordeta, fea y permanentemente malhumorada, con madre alcohólica y ninfómana, y que además es continuamente despedida de los precarios trabajos que consigue.
Los hermanos belgas parecen haber hecho suyo los postulados del Dogma 95 de Lars Von Trier y ruedan toda la película cámara en mano, siguiendo constantemente a su protagonista en su deambular cotidiano, a menudo con una reincidencia digna de mejor causa (¡esos inanes planos calzándose las botas de agua, repetidos hasta la saciedad!). Para lograr ser vendedora de gofres, la chica llegará al colmo de la abyección, que, por supuesto, no es acostarse con su jefe, sino algo realmente inmoral: traicionar la confianza de un amigo. No habrá ningún tipo de remordimiento ni asomo de sentimiento de culpa: simplemente se hunde al otro, al único que te ha ayudado en la vida, para conseguir ponerte un delantal y vender bizcochos aguados: bonito panorama el de la clase proletaria finisecular...
Si el premio en Cannes para la película era exagerado, qué decir del otorgado a Emilie Dequenne como mejor actriz; ¡cómo sería el resto! En definitiva, en cine social preferimos mil veces a Ken Loach, a John Sayles, a Robert Guediguian, a Enrique Gabriel; a esta "boutade" que nos quieren hacer pasar por una obra maestra, lo único que cabe reconocerle es la buena intención de hacer cine sobre marginales; ahí se acaba todo su mérito.
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