Un final made in Hollywood

Vuelve Woody Allen con sus peculiares películas, ahora con una divertida sátira sobre el mundo del cine comercial norteamericano, en la que un cineasta que se queda ciego por razones psicosomáticas tendrá que dirigir un filme enterito en tan precarias condiciones, sin que se den cuenta sus productores, para no ser despedido y hundirse en la miseria.

Parodia sobre la propia ceguera de la industria comercial del cine USA, se ha dicho ya que pone a parir a productores, intérpretes, técnicos, agentes y hasta críticos, pero no se ha insistido lo suficiente en que es, también, un producto con fuerte carga autocrítica: el neurótico director que protagoniza el propio Woody también incurre en nepotismo (ficha a su novia para el reparto, a pesar de ser un topo como actriz, lo mismo que ocurría con su Mia Farrow), hace diez años que está de capa caída (como Woody desde el tempestuoso "affaire" con su ex mujer), tiene extravagancias como pirrarse por los directores de fotografía extranjeros (como Allen, que ha utilizado reiteradamente al chino Zhao Fei y al italiano Carlo di Palma) e incluso tiene dos Oscars (aunque Woody tiene tres, en realidad).

El conjunto sigue siendo divertido, como es habitual en los Allen satíricos, pero ciertamente dista mucho de la entidad magistral de los filmes de su mejor época, desde la ya antediluviana La rosa púrpura de El Cairo hasta la más reciente Desmontando a Harry. Parece como si Woody hubiera perdido la varita mágica de hacer cine exquisito, a la par que el público yanqui le ha abandonado (aunque al europeo le siga encantando; aquí, por cierto, le mete una puya a los críticos franceses, que ven una obra de arte en lo que el propio supuesto director reputa como un petardo absoluto), y aunque continúa haciendo películas simpáticas, agudas e intencionadas, habrá que convenir que, como en este su último filme, ya no es el tuerto en el país de los ciegos, sino más bien al revés...

(24-10-2002)