El tono clásico habitual en el cine woodyano de los años ochenta se acentúa, y de qué forma, en La rosa púrpura de El Cairo. Tras la comedia fresca, tierna y sentimental de Broadway Danny Rose, el cineasta neoyorquino sitúa su nueva película en los tiempos de la Gran Depresión de 1929, ofreciéndonos una bellísima y tragicómica historia de amor, la que vive una desgraciada chica en torno a un actor de cine y al personaje creado por éste para una película. La realidad y el deseo, lo cotidiano y lo fantástico, la pesadilla del mundo y el sueño del cine son algunos de sus hermosos temas.
La rosa púrpura de El Cairo sorprende por su sencillez y complejidad a un tiempo, por la sobriedad de su estilo y, sobre todo, por el aura de clasicismo intemporal que la recorre; de hecho, carece de tal forma de afectación, de impostación, que se acerca prodigiosamente a la manera simple pero segura de hacer cine de los años cuarenta, aunque estuviera rodada cuatro décadas después. Mención especial para el ingenioso recurso de hacer que personajes de carne y hueso y personajes de ficción pudieran interactuar; y es que el Woody Allen de los ochenta era aún un cineasta lleno de buenas ideas, tanto temáticas como estéticas.
Ésta será la primera comedia (entreverada de romanticismo y aventura) en la que Woody no interviene como actor, probablemente porque el papel protagonista masculino (un galán un poco a la manera de Rodolfo Valentino o Ramón Novarro) no se correspondía en absoluto con su físico. Lo hace Jeff Daniels, en el que posiblemente sea su mejor papel en el cine. Como siempre en aquella época, la protagonista femenina fue Mia Farrow, que compuso un personaje inolvidable.
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