CINE EN SALAS
Decía Pablo Vázquez en su crítica publicada en Fotogramas: “En un panorama a veces poseído por una grandilocuente sed de importancia sería injusto que una película tan honesta tuviera que cargar con el sambenito de pequeña”. Nos disculpará el por lo demás excelente crítico, pero nos parece que, al menos en este caso, calificar a Una quinta portuguesa como una película pequeña no solo no es un sambenito, sino todo un elogio, y precisamente por lo que indica Pablo en su crítica, porque hay mucha grandilocuencia suelta por ahí, así que ésta sugestiva peli hispano-portuguesa, que no juega a eso, debe, y puede, reivindicar su papel de película pequeña, y a mucha honra, como se decía antiguamente, cuando las cosas no eran tan fluidas como ahora...
La historia se ambienta en nuestro tiempo, en principio en Barcelona (aunque no se cita expresamente). Conocemos a Milena, una serbia emigrada a España, donde se ha casado hace unos años con Fernando, profesor universitario de Geografía. Milena, en un arranque, decide abandonar España, con ello también a Fernando, y volver a su país, pero sin ninguna nota explicativa. Fernando, que no entiende nada, y tras la correspondiente denuncia en la comisaría de los Mossos d’Esquadra, se da cuenta de que su mujer lo ha abandonado, y decide no buscarla porque, como dice, no va a buscar a quien no quiere ser encontrada. Entonces se marcha de Barcelona sin un rumbo preciso. Recala en Portugal, donde conoce a Manuel, un portugués criado en Extremadura, jardinero, quien le habla de que se va a marchar al norte del país, a una quinta, donde lo han contratado para que realice el mantenimiento de los jardines. Inesperadamente, Manuel muere de un ataque al corazón, y Fernando, en un impulso, se hace con la identidad del difunto y se presenta en la quinta, llamada “los Almendros Blancos”. Allí es acogido como si fuera Manuel por Rita, la chica de servicio de la mansión, ostensiblemente embarazada, y por la propietaria, doña Amalia. Aunque al principio tiene algunos problemas con el idioma y con su escaso conocimiento del oficio de jardinero, pronto Fernando, en su rol de Manuel, se sentirá feliz en aquel sitio recogido y con un oficio manual que le permite no pensar en su pena...
Avelina Prat (Valencia, 1972) es de formación arquitecta, profesión en la que se desempeñó en su juventud, hasta que se dio cuenta de que lo que realmente le gustaba era el mundo del cine. Entonces se inicio como “script” (lo que ahora llaman “secretario/a de rodaje”) y posteriormente como supervisora de guion, oficios en los que ganó pronta fama, hasta el punto de haber trabajado con buena parte de lo más granado del cine español: Javier Rebollo, Villaronga, Martín Cuenca, Cesc Gay, Fernando Trueba...). A partir de 2007 empezó también a hacer sus pinitos dirigiendo cortos, de los ha que ha rodado varios hasta que ya en esta década de los años veinte del siglo XXI dio el salto al largo de ficción con Vasil (2022), sobre la complicada relación entre un huraño jubilado español y un inmigrante búlgaro, avezado jugador de ajedrez, que duerme en la calle por no tener hogar. La película consiguió un buen puñado de premios (CEC, Valladolid, Euro Film Fest...) y, sobre todo, mostró al público una voz nueva y fresca, que ahora nos presenta su segunda tarjeta de presentación con esta (lo diremos ya) tan imperfecta como sugestiva película.
Una quinta portuguesa es, sobre todo, una película sobre identidades, esas máscaras que nos ponemos para parecer que somos lo que no somos, probablemente porque ni siquiera nosotros sabemos qué somos. Así, este Fernando, probo profesor de Geografía, que habla de mapamundis y fronteras, al ser abandonado (sin motivo ni razón, más allá de que ella, la esposa serbia, se sentía desplazada en España y buscó sus raíces con el anhelo de reencontrarse a sí misma), se irá de su casa, de su tierra, sin objetivo aparente. El destino, esa veleta, le hará encontrar por casualidad a un hombre que, como el del cuento que no tenía camisa, es feliz con poca cosa: sus trabajos aquí y allá, por media Portugal, como jardinero o lo que se tercie, y la muerte inesperada de este le abrirá a Fernando la posibilidad de ser otro, de ponerse él esa (metafóricamente inexistente) camisa feliz para ser Manuel, aunque no sepa distinguir una rosa de un clavel, pero agarrándose a ese clavo ardiendo que se le ha presentado inesperadamente.
Su relación con la preñadísima Rita, pero sobre todo con doña Amalia, surtirá el efecto del bálsamo: la vida tranquila, sosegada, donde todos los problemas serán cuándo injertar este arbusto, o cuándo podar aquél, irán restañando la herida supurante del abandono inexplicado. Veremos asimismo que doña Amalia también optó por ser otra, decidió huir de su condición de africana portuguesa (nacida y criada en Angola antes del proceso de descolonización) para ser otra persona, para no sentirse lusa en África y africana en Portugal, la amargura de un despatriamiento que, intermitentemente, la hace recurrir al alcohol para ahogar las penas (aunque ya se sabe que las penas nadan...), a pesar de lo cual será el impremeditado contrapunto necesario para Fernando/Manuel, el equilibrio que, sin darse cuenta, el antiguo geógrafo necesitaba para, con su mera presencia, sin postizas intimidades sexuales que no hubieran tenido sentido, darle la paz que tanto precisaba.
La película no es perfecta, como decimos: tiene planos y escenas alargadas, o que directamente sobran, pero el conjunto es sugestivo y, a ratos, realmente fascinante. La última parte, con el regreso a Barcelona al suceder cierta circunstancia (que, lógicamente, no destriparemos) que así lo aconseja, propiciará otra nueva impostura, ahora de la mano de una persona que no huye de sí misma, sino que busca, con esa identidad falsa, conseguir su lugar bajo el sol en un país, el nuestro, en el que el extranjero pobre (del rico no estamos hablando, para ese todo son parabienes...), despierta generalmente un recelo sordo, inconcreto pero infranqueable.
Identidades, imposturas, la necesidad de ser otro, el deseo de escapar de sí mismo, entre otras ramificaciones de un mismo tema, son los asuntos centrales de esta irregular pero tan encantadora película, que nos descubre una muy interesante mirada nueva, una mirada capaz que, aunque es evidente que le falta encontrar su propia personalidad, tiene ideas interesantes, sugestivas, y sabe plasmarlas en una pantalla, aunque le falte todavía cierto pulimento en el estilo, en la puesta en escena.
Gran trabajo de Manolo Solo (qué grande es este algecireño...), en uno de esos personajes bombón que él hace suyos, como si no fuera posible que nadie más que él lo hiciera. A su lado, en un personaje más secundario, la gran María de Medeiros, que lo ha sido todo (actriz de éxito en Europa y América, directora, musa de toda una generación de portugueses y no portugueses...), compone con su habitual maestría ese personaje demediado entre su tierra de nacimiento africana y su cultura europea, alguien que se siente, literalmente, apátrida, porque en realidad no es de ninguna parte, o quizá de todas.
(16-05-2025)
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