Ha muerto Bud Spencer y parece que se ha muerto Orson Welles. Hombre, ambos estaban muy pasados de peso, pero poco más tenían en común. Los elogios a la oronda figura del actor italiano han resultado, o al menos me lo han parecido, chirriantes. ¿Por qué tanto cántico elegíaco, tanta endecha, hacia un intérprete mediocre cuya tarjeta de presentación era un cine ínfimo trufado de mamporros, cutrerío formal e indigencia intelectual? Por supuesto, el máximo respeto y pesar por la muerte del ser humano Carlo Pedersoli, pero ningún loor a su heterónimo fílmico, Bud Spencer, quien, ciertamente, nada aportó al cine.
Porque el éxito de Bud Spencer, que comenzó a raíz del estrepitoso taquillazo de Le llamaban Trinidad (1970), de E.B. Clucher (bajo cuyo sonoro seudónimo anglosajón se escondía el romano Enzo Barboni), no es sino el regreso al cine, con variantes, de la fórmula de opuestos pero amigos que ensayaron con mucha mejor fortuna parejas como Stan Laurel y Oliver Hardy, a quienes Spencer y su amico Terence Hill (o sea, Mario Girotti: ¡ah, el prestigio de los nombres anglosajones...!) imitaron incluso en el porte, siendo un Gordo y un Flaco trasplantados al Lejano Oeste (para la ocasión los paisajes desérticos de Almería), y en su caso con una tendencia claramente influida por el slapstick o humor de la patada en el trasero que hizo furor durante el cine cómico mudo, aquí actualizado para convertirse en una surtida muestra de puñetazos, mazazos, codazos y puntapiés, donde los protagonistas siempre salían vencedores, por muchos y muy malos que fueran sus enemigos. No, Bud Spencer no pasará a ninguna Historia del Cine. Por supuesto, él no lo pretendía, pero parece que ahora toca reivindicar incluso lo irreivindicable.
En esa misma línea de enaltecimiento de lo superficial, de elogio de lo banal, la Academia de las Ciencias y las Artes Cinematográficas de España concedió en este año de 2016 su Goya Honorífico a toda una carrera a Mariano Ozores, perito en comedietas, autor de "obras de arte" (las comillas, por supuesto, no son inocentes) como A mí las mujeres, ni fu ni fa (1971) o Cristóbal Colón, de oficio descubridor (1982), ínclito cultivador del landismo en filmes como Manolo, la nuit (1973), firme continuador de ese subgénero a través de su esqueje el estesopajarismo en películas como Los bingueros (1979), facha reaccionario que intentó torpedear con estúpidas comedietas los nuevos aires democráticos surgidos a partir de la Transición y de la promulgación de la Constitución, en deleznables filmes como Alcalde por elección (1976), El apolítico (1977), El primer divorcio (1982) y ¡Qué vienen los socialistas! (1982). Pues a este cineasta manifiestamente amorfo, sin una sola película que se pueda salvar en una filmografía como director que roza la centena de títulos, la muy exquisita Academia del Cine le concedió su Premio de Honor, con toda la parafernalia de la Ceremonia de Entrega de los Goya y hasta con el público (intérpretes, directores, productores, técnicos) puestos en pie…
Un último apunte en este tema: hace unos días mi amigo y colega Miguel Olid preguntó a través de su muro de Facebook a un grupo de críticos, o cinéfilos, o personas manifiestamente interesadas por la cultura, qué nos parecía la trilogía humorística que el guionista, director y actor andaluz Manuel Summers había realizado durante los años ochenta, To er mundo e güeno (1982), To er mundo e... mejó (1982) y To er mundo e... demasiao (1985). Pues de los muchos que contestaron, casi todos dieron al icono de "me gusta" y sólo dos preferimos el "me enoja", que eran las opciones que mi amigo nos pedía para pronunciarnos; la otra posibilidad era escribir un comentario “ad hoc”, y en ese apartado predominó la amnesia: casi nadie la recuerda, señal de que no sería precisamente una maravilla. Sólo hubo un comentario frontalmente negativo, el del que suscribe estas líneas, y ello no porque Summers fuera un mal director y guionista (que no lo era: ahí están Del rosa al amarillo, La niña de luto, Juguetes rotos, Urtain, el rey de la selva... o así, o Ángeles gordos para demostrarlo), sino porque esa trilogía no es sino un mal remedo de un exitoso programa de la TVE del Paseo de la Habana (vale decir de la prehistoria del medio catódico en España), Objetivo indiscreto, el típico espacio con cámara oculta en el que un “gancho” (en el programa de Televisión Española un desvergonzadamente divertido Simón Cabido) hacía pasarlas canutas a los incautos de rigor, metidos en situaciones surrealistas. Hay que decir, además, que la primera de esas películas (que no tenía vocación de continuidad, haciéndose las dos partes siguientes ante su inesperado éxito de público) tiene su génesis en el fracaso económico de una de las más interesantes apuestas summersianas, la mentada Ángeles gordos, tras cuyo batacazo comercial el cineasta andaluz tuvo que ir sobre seguro para recomponer su maltrecha economía. Pero extrapolando el hecho, lo cierto es que aquella inanidad alimenticia de Manolo Summers es, tres décadas largas después, o no recordada, o recordada con cierto gusto.
Entre los muchos revisionismos que este tiempo airado viene propiciando está el de la absurda reivindicación de los directores o películas que en su tiempo no tuvieron entidad alguna: Bud Spencer, Mariano Ozores, la trilogía de To er mundo. Todos tenemos derecho a sentirnos sentimentales con quienes nos hicieron pasar algún buen rato en nuestra infancia a base de tortazos y mugre de diseño, o risas flojas en pencas comedietas-clínex, o sonrisas de medio segundo ante la calenturienta imaginación de las cámaras ocultas, pero ello no puede hacernos perder el norte: lo inane no puede ocupar el lugar de lo importante, lo baldío es yermo, lo elemental carece de profundidad. ¿Qué será lo próximo, reivindicar a Paco Martínez Soria?
Pie de foto: Bud Spencer, manos a la obra en Le llamaban Trinidad.