Rafael Utrera Macías
“A los que amamos las películas hermosas sin tener en cuenta lo que duren. A los que consideramos cine lo que hacemos, sin temor a usar con arrogancia o impropiedad el nombre porque sean breves nuestras obras. Es decir, a los que pertenecemos a esa tan rara especie, a extinguir seguramente o a perseguir al menos, que hace cortometrajes con las mismas ilusiones y ambición que se destinan sólo a películas largas. Los dioses que gobiernan el celuloide impresionado han de considerarnos dignos alguna vez” (1).
Gabriel Blanco
La filmografía del productor Juan Lebrón se caracteriza por tres motivos fundamentales: su continuada reflexión sobre Andalucía, su carácter autoral y la calidad técnica de sus materiales. Las firmas de los directores Manuel Gutiérrez Aragón y Carlos Saura, las de los directores de fotografía José Luis Alcaine y Vittorio Storaro, junto a otros técnicos de reconocido prestigio (Julio Madurga, Tim Blackman, Rafael Palmero, etc.), conforman una producción que, por derecho propio, se sitúa entre lo más granado del cine español y en primera fila del denominado cine andaluz. Nos referimos a “Semana Santa” (1992), “Sevillanas” (1992), “Flamenco” (1995) y “Andalucía es de cine” (2003), películas que, al margen de sus duraciones, y de sus falaces denominaciones, cortometrajes históricos, documentales folklóricos, etc., tienen en común su extremada madurez técnica, su alta capacidad estética y su manifiesta expresividad artística.
Cada una de estas películas han sido planteadas con una duración determinada que, lejos de las leyes de mercado, se apoya en el valor de sus contenidos, en la combinación y montaje más adecuada de los mismos, en la capacidad para obtener el mejor ritmo interior, junto a otra serie de valores cinematográficos y extracinematográficos que suelen estar en relación con las temáticas de los films y con los genuinos valores históricos y artísticos aportados por la Semana Santa, el flamenco, en su modalidad de cante y baile, o los pueblos y ciudades andaluces mostrados en la íntima relación de historia y paisaje ya sea rural o urbano. La mencionada duración lo mismo se acerca a los cuarenta minutos que traspasa los noventa o se contiene en un minutaje cercano a los tres sin exceder de los seis. Parafraseando al cortometrajista gaditano Gabriel Blanco, cineasta en lugar de arquitecto, amigo, como Gracián, de lo breve y bueno en lugar de lo estándar y de lo comercial, la filmografía producida por Lebrón encaja en la que suele darse en algunos de los visionarios andaluces y no es ajena, como ahora se dirá, al “tríptico elemental” de Val del Omar, o, salvando los modos expresivos entre Literatura y Cine, al modo de crear que caracterizó a Juan Ramón Jiménez.
Porque otra de las características que adornan este cuarteto de obras cinematográficas es que no se han quedado estáticas desde el momento de su estreno o de su primera popularización; unas y otras están lejos de ser como esos insectos que, tras perder la vida, quedan “inmortalizados” en la caja de caoba donde se presentan disecados como objeto de miradas distraídas, curiosas, científicas.
“Semana Santa” tiene una primera versión y, ahora, una segunda, “remasterizada”, con novedosas calidades técnicas en imagen y sonido; aún más, dispone de una opcional banda sonora donde expertos en la materia exponen, solos o en diálogo con otro, sobre la imagen mostrada en cada momento por la pantalla.
Y es que la tecnología contemporánea, ofrecida por ejemplo en un DVD, permite al espectador “subjetivizar” el proceso de recepción y erigirse en “seleccionador” de sistemas donde imagen, de una parte, y sonido, de otra, funcionan en paralelo o en divergencia, en presencia o en ausencia; todavía más, en un mundo globalizado como el nuestro, la banda sonora, donde la palabra ejerce su función, informativa o poética, es susceptible de ser elegida por el espectador en una lengua u otra, en español o en inglés, y disponer, simultáneamente, de subtítulos escritos en varios idiomas.
Los 41 minutos de “Sevillanas” funcionan como una obra completa, independiente, autónoma. En otro lugar hemos dicho de ella: “Productor y director han rehuido de organizar una narración que discurriera por derroteros tradicionales buscando argumentación y hechos superfluos donde engarzar adecuadamente los “números musicales” tal como ha venido haciendo el cine español en películas anteriores; muy al contrario, Saura es fiel a su estilo declarando al espectador desde el principio qué se va a hacer, dónde y cómo se va a filmar. No hay, pues, concesiones a la tradición cinematográfica; la aparente austeridad de estudios y decorados son suficientes para organizar pautadamente el espectáculo que se quiere ofrecer. La voz en off, explicativa y frecuentemente redundante, no tiene razón de ser; el didactismo empieza y acaba con un título sobreimpresionado a la imagen en el mismo comienzo de cada bloque” (2).
Estamos pues ante una obra abierta la cual podría tener una actualizada continuación o, por razones de índole heterogénea, ser “segmentada” en unidades menores. La primera opción es una posibilidad que debiera estar por encima del refrán “nunca segundas partes fueron buenas”. La segunda es, en el ámbito de la comunicación contemporánea, una posibilidad que no perjudica a la obra completa y, por el contrario, puede beneficiar a un amplísimo conjunto de espectadores que, sobre todo, desde el ámbito inmenso de la televisión, desde la multiplicidad de parrillas con intereses múltiples, se puede convertir en “segmentaciones” de diversa duración que conviertan al espectador distraído en atento al igual que, radiofónicamente, se distingue entre “oyente” y “escuchante”. Esta misión, convertir al espectador de atención perdida y mirada distraída en “mirante” sorprendido, primero, y atento, después, es una propuesta que las “unidades menores” de “Sevillanas” pueden conseguir en el ámbito, perverso en tantos casos, de la televisión de nuestros días. Una “joya” de dos o tres minutos, con infinidad de lecturas posibles, desde la del ignorante al experto, desde la del nativo al foráneo, es un valor posible, cuyos “quilates” artísticos están rubricados por el cante de Camarón o de Rocío Jurado, por el baile de Lola Flores o de Merche Esmeralda.
Como en cualquier libro de versos se trata de “encuadrar” (poner marco o límite) a una unidad que la tenga por sí misma: un soneto, una silva, un cuarteto. En “Sevillanas” hay once bloques diferentes, desde las “lebrijanas” primeras a las “corraleras” últimas; en medio, las “boleras”, “clásicas”, “flamencas”, “rocieras”, “gitanas”, “actuales” y “a dos guitarras”. Hasta ahora, los vídeos o DVD nos las han mostrado “unidas” bajo su título genérico y “separadas” por el rótulo anunciador de cada una.
¿Qué impide modificar la selección y ofrecer, individualizadamente, una a una de cada cuatro? Nada, porque como las estrofas mencionadas, su temática lo permite y su construcción técnica también. Y ¿quién? Nadie, porque la unidad de cada parte, indivisible ya (como cualquier morfema con significación, permítase la comparación lingüística), está por encima de la mano del hombre. Dicho resumidamente: “Sevillanas” es susceptible de seccionarse en unidades menores y emitirse en contextos tan diversos como plurales donde, sin duda, serán una “rara avis” en el conjunto de la programación televisiva dada su extraordinaria belleza plástica, su alta configuración técnica y, en algunos casos ya, auténticas piezas de museo: el rostro poderoso (de “gran poder”) del de la Isla y la figura inolvidable de la jerezana ataviada de traje de cola deben figurar en una Antología Mundial de la Imagen Audiovisual, desde ahora Patrimonio de la Humanidad.
Se deduce de lo dicho anteriormente que la obra de Lebrón es una filmografía dinámica; está en perpetuo movimiento para mejorar en calidad según marcan las pautas del mejor audiovisual posible. Ante los progresivos avances tecnológicos que cada título va presentando, la pregunta es obligada:
--¿Por qué, Juan, retocas una y otra vez el color de la película y la diversidad de una banda sonora tan eufónica como multilingüe?
Acaso la contestación pudiera ser:
--“Para mejorarla”.
Oído esto, me vuelvo a preguntar:
--¿A qué estirpe pertenece este productor “ensimismado” en su obra que la “toca” y la “re-toca” una y otra vez, devolviéndonosla igual en su esencia pero diferente en sus adornos técnicos?
Dos nombres acuden, por derecho propio, a nuestra imaginación: Juan Ramón Jiménez y José Val del Omar.
De Juan a Juan, el primero le dice: “No le toques ya más que así es la rosa”. Jiménez se lo dice al poeta, a cualquier poeta perfeccionista como él y, naturalmente, se refiere al poema, no a la rosa.
Pero es que este Juan, antequerano de nacimiento, incorregible y desobediente ante el mismísimo Jiménez, está alineado en los postulados del autor de “Agua-espejo granadino”, el poema audiovisual sobre las aguas de la Alhambra, y como él retoca una y mil veces de manera que, su título, sus títulos acaban siempre con el término “Sin fin” porque la obra, según él, debe mejorarse y purificarse, siempre en beneficio del espectador.
En resumen, la filmografía de Lebrón se incardina, por la naturaleza de su autor, en una “cosmogonía” (a-gonía en sentido de lucha, como Unamuno lo usaba) andaluza, siempre dispuesta a la perfección y por tanto “sin fin”, como deben ser, valdelomarianamente hablando, los verdaderos poemas, literarios o audiovisuales.
(1) “Gabriel Blanco”, Edición de R. Utrera y M. Palacio, Filmoteca de Andalucía, Córdoba, 1998.
(2) Rafael Utrera Macías, “Las rutas del sur en Andalucía”, Fundación J.M. Lara, Sevilla, 2005.