Tal y como hemos visto en capítulos precedentes, Fernando Fernán-Gómez dirigió, en 1977, una película, Mi hija Hildegart, según guion del propio cineasta y de Rafael Azcona, tomando como base los documentos publicados por el periodista Eduardo de Guzmán y, posteriormente, su libro “Aurora de sangre”, donde relataba la historia de una madre, Aurora Rodríguez, y de su hija, Hildegart; aquella había educado a esta bajo unas condiciones y circunstancias tan rígidas y exigentes como severas, a las que la niña había respondido con sorprendentes capacidades vinculadas a la evidente precocidad y a lo sorprendentemente prodigioso. Fue ésta una historia real que acabó dramáticamente con el asesinato de la hija a manos de la madre; el filicidio se llevó a cabo el 9 de junio de 1933. El espectador de este film pudo comprobar que, en su final, se explicaba el desconocimiento existente en torno al destino de Aurora dado que, en el comienzo de la guerra civil, un grupo de militantes republicanos habían facilitado la huida de los encarcelados.
Almudena Grandes: Episodios de una guerra interminable. “La madre de Frankenstein”, novela
Más recientemente, en 2020, Almudena Grandes publicó la novela “La madre de Frankenstein” (Tusquets ed.), quinto título perteneciente a la serie denominada “Episodios de una guerra interminable”, conformada por seis volúmenes (I: “Inés y la alegría; II: “El lector de Julio Verne”; III: “Las tres bodas de Manolita”; IV: “Los pacientes del doctor García”; VI: “Mariano en el Bidasoa”). El arco temporal en el que se sitúan sucesos y acciones abarca desde el final de la guerra civil hasta 1964 y los topónimos, donde argumentaciones y hechos tienen lugar, van desde el Pirineo leridano a la Sierra Sur jiennense, desde Madrid y alrededores al Buenos Aires argentino, para finalizar en la población extremeña de Castuera o en la guipuzcoana Eibar. Si en la primera, el foco se situaba en la invasión del Valle de Arán, en la última, los hechos se describen a la sombra de la celebración franquista denominada “25 años de paz”.
La escritora sitúa la acción de “La madre de Frankenstein” en la postguerra española, desde1954 a 1956, y, entre otros notables, como los psiquiatras de mayor prestigio y fama en esos momentos, se detiene, haciéndola personaje principal, en Aurora Rodríguez Carballeira, la madre de Hildegart, recluida en el psiquiátrico (léase manicomio) de Ciempozuelos, años después de asesinar a su hija. Esta singular mujer, junto a diversos protagonistas, reales o ficticios, permite a la novelista trazar una panorámica social de amplio espectro donde el estado de la España franquista pone al descubierto la situación verídica de una población abatida por la pasada guerra civil y el presente estado militar que dirige y organiza la vida, ordinaria y extraordinaria, de una sociedad tan triste para unos como triunfalista para otros.
La propia autora justifica minuciosamente los materiales utilizados, tanto desde el punto de vista histórico, con los datos y aspectos pertinentes, como desde la imaginaria sucesión de hechos vinculados a la sociedad del momento y a sus personajes, ya principales, ya secundarios, de cada uno de ellos. Más allá de estas cuestiones, es evidente que la psiquiatría como ciencia y los psiquiatras contemporáneos han respondido a las necesidades novelísticas de la autora. En tal sentido, el volumen “El manuscrito encontrado en Ciempozuelos”, correspondía a la historia clínica (nº 6966) de Aurora Rodríguez Carballeira, la madre de Hildegart, del que era autor el psiquiatra Guillermo Rendueles Olmedo, médico especialista residente en el centro donde había estado internada la madre de Hildegart. El libro pertenecía a una colección denominada “Genealogía del poder”, y su portada se ilustraba con las correspondientes fotografías de dos mujeres, una joven, otra mayor, complementándose con un fotograma de Frankenstein, perteneciente a innominada película sobre el personaje. Añádase a ello, el empeño que Aurora mostró por construir, con materiales diversos, una serie de muñecos a los que pretendía humanizar e insuflar vida; aunque, posteriormente, serían destruidos por mano ajena con ensañamiento, e, incluso, con manifiesta crueldad. De otra parte, la autora declara que su novela no existiría sin el conocimiento personal, por mejor decir, la amistad, con el psiquiatra Carlos Castilla del Pino, y más que complementariamente, de las imprescindibles lecturas de sus memorias, “Pretérito Imperfecto” y “La casa del olivo”.
Y, entre otros personajes históricos, con mayor o menor predicamento, pero de inmenso alcance ideológico o político, la autora menciona en la novela –y alguno es oficialmente participante- a los psiquiatras Antonio Vallejo Nájera, coronel del Ejército, director (desde los años 30) del Manicomio masculino de Ciempozuelos y, al tiempo, autoridad oficial sobre las enfermedades mentales en el sector franquista, quien mantuvo sus teorías eugenésicas en torno al llamado “gen rojo” y su proyección en títulos como “Eugenésica de la Hispanidad y regeneración de la raza”, y a Juan José López Ibor, compañero y, por tanto, enemigo acérrimo del anterior, miembro del Opus Dei, cuyo prestigio profesional le reportó una tan acreditada como acaudalada consulta privada. El conglomerado ideológico en torno a este sector, se completa, según hace la autora, con las referencias al Obispo de Madrid-Alcalá (y Patriarca de las Indias) Leopoldo Eijo Garay, coautor de la carta colectiva de los obispos españoles con motivo de la guerra de España (entre otras cosas de mayor enjundia y alcance, Franco podría entrar bajo palio en las iglesias).
Era ésta una difícil época para la psiquiatría, en la que el más perverso conservadurismo estaba sostenido y amparado por el nacional-catolicismo. Por entonces, comenzaba a utilizarse la clorpromazina como eficaz remedio para las enfermedades mentales, el fármaco era una bendición para cuantos la necesitaban, pero la autora la manejará sutilmente como recurso novelesco para formular situaciones donde la ignorancia de unos y la obediencia de otros perjudicará a quienes, por enfermedad, la demandaban. La nueva psiquiatría, encarnada en la novela por Germán Velázquez Martín, formulaba componentes progresistas en favor de enfermos cuya locura –así catalogada- podía ser orientada benefactoramente en favor de una mejor salud.
Germán Velázquez: la nueva psiquiatría
Aunque la temporalidad por la que discurre la novela, como hemos dicho, se sitúa entre 1954 y 1956, siguiendo las vicisitudes personales y profesionales del doctor Velázquez, Almudena Grandes hace un deliberado “paso atrás” temporal a fin de que el entonces niño, Germán, sea testigo, más o menos cercano, de los sucesos acaecidos aquel 9 de junio de 1933. En su casa, en la madrileña calle de Gaztambide, donde su padre, el doctor Andrés Velázquez, catedrático de Psiquiatría de la Universidad de Madrid, tiene su consulta, se presentan, inesperadamente, don Juan Botella, abogado y político, y doña Aurora Rodríguez Carballeira; el motivo es comunicarle que la señora ha matado a su hija… Tras una conversación que Germán está lejos de entender en su totalidad, don Andrés dejaría de tratar a su hijo, de trece años, como un niño… y el niño entendió, entre otras cosas, que los locos son enfermos y, por tanto, pueden curarse…; acaso, por ello, decidió estudiar y continuar la profesión de su antecesor…
La estancia de Germán en el extranjero, especializándose en su carrera y viviendo múltiples experiencias en su vida privada, son el largo precedente a su incorporación a la España de la postguerra y a su destino en el manicomio de mujeres de Ciempozuelos donde dos mujeres, María y Aurora, centrarán sus intereses, una en el ámbito afectivo y otra en el profesional. En torno a ellas, la novelista tejerá una barroca urdimbre para, separar unas veces, anudar otras, las mil y una historias de una España donde asoma tanto el malévolo espectro de la pasada guerra como el rescoldo de esperanza en ciertos sectores sociales y profesionales.
De las mujeres antes citadas, María, de apellidos Castejón Pomeda, tiene algún punto real y un extenso abanico de actuaciones que la autora distribuye y organiza en la larga trama novelada. Nieta del jardinero del manicomio, ejercerá en el centro como auxiliar de enfermería. Allí conocerá a Germán, el psiquiatra recién llegado, y mantendrá con él una larga e íntima amistad. Su buena relación con las enfermas, se tiñe de gratitud y afectividad en el caso de doña Aurora, quien la enseña a leer, escribir, y otra serie de cosas que enriquecen a una niña, primero, y a una agradecida adolescente después. Esta señora, de apellidos Rodríguez Carballeira, juzgada, condenada y encarcelada, según dicen quienes trabajan en el centro sanitario, por el asesinato de su hija, reside en el psiquiátrico desde 1935 y allí permanecerá hasta su muerte.
La entrada de Germán en el manicomio, supondrá tanto la posibilidad de mejorar los métodos clínicos de las enfermas como el interés por establecer la pertinente relación con una personalidad tan fuerte y un caso clínico tan especial como esa mujer tan rara, según algunas internas, como la pianista que cada día toca, en el pabellón del Sagrado Corazón, habitación 19, las que deben ser sus músicas preferidas. Esa intérprete, capaz de combinar adecuadamente la armonía con la sensibilidad era la enferma “que se había auto-asignado la prometeica tarea de reformar la sociedad para crear un mundo mejor” y que se consideraba mujer “con partes masculinas en un cuerpo femenino (…) sí, tengo un cerebro viril en un cuerpo de mujer”.
Doña Aurora: la madre de Frankenstein
A esta “enferma”, a partir de un determinado momento, concretamente 1942, sólo le importaron “sus muñecos”. María, que recibió alguno como regalo, precisó que la cara le daba miedo. Era una muñeca que tenía “pecho” y “vello” tanto en las axilas como en el pubis, aunque no era la única, porque, en otro cuarto, tenía “otro”, éste con un pene gigantesco, y con el cual se comunicaba, incluso para decirle, “no voy a cometer los mismos errores que me llevaron a perder a tu hermana” (pág. 111); así, pues, lo que “estaba haciendo era un embarazo… con el poder de su mente y de su voluntad”. Y María, en conversación con Germán, acertó a decir que Doña Aurora parecía… sí, como ese doctor de la película: ¡Frankenstein!, cuando le gritaba al muñeco “yo te he creado”, “te he dado mi alma”.
Años antes, la familia de María, cuando ella era una niña, descubrió las características morfológicas de tales muñecos; el escándalo surgió en el manicomio y un grupo de trabajadores, encabezados por el abuelo y jardinero, actuó vandálicamente contra la “madre” de esos personajes, de manera que las dependencias de doña Aurora, una residente de primera clase, que ocupaba una zona noble y pagaba su estancia y manutención, fueron violentamente atacadas y su corte de muñecos destruidos; todavía el abuelo de la niña pudo ver a doña Aurora, sentada en la cama, hablando despaciosamente con un muñeco grande, mayor que los anteriores, con un pene de exageradas dimensiones, a quien podría llamársele hermano del anterior. Ni qué decir tiene que el abuelo de María, no dejó títere con cabeza en lo que a esos pequeños o grandes “frankenstein” se refiere, y el coro de mujeres, todas fuera de sí, que recogían los trapos, no parecían otra cosa que “una manada de animales devorando un cadáver”. Mientras, María, ante semejante espectáculo se acercó a la cama de Doña Aurora y le acarició la cara. Como respuesta oyó esta frase: “Vete tú también, perra traidora” (pág. 118). Desde entonces y durante años… no volvió a pasarle nada interesante.
Tras cierto tiempo, la señora Rodríguez Carballeira reflexionó, una vez más, sobre su situación pasada y presente. Así enjuició la primera: “Maté a mi hija, sí, porque estaba en mi derecho, era un boceto defectuoso y yo, como su autora, comprendí que no había alcanzado la perfección que esperaba. Pero a los otros me los mataron antes de que empezaran a vivir y eso no puedo perdonarlo”. Así enjuició la segunda: “Soy una madre, ¿es que no lo entienden?” (pág. 128).
En la mañana del 28 de diciembre de 1955, Aurora expiró; dicen que tuvo una muerte dulce, muy al contrario de lo que había sido su vida…
Ilustración: Fotografía de Aurora Rodríguez Carballeira.