En el capítulo anterior de este artículo, con motivo de la muerte del realizador Antonio Mercero, estuvimos repasando sus grandes éxitos televisivos, fundamentados en varias de las series más populares que se hayan hecho nunca en las televisiones de España. En esta segunda y última entrega del díptico que dedicamos en sentido homenaje al director vasco, hablaremos de su obra cinematográfica, en la que Mercero, ciertamente, no llegó a la misma (y extraordinaria) altura de su carrera televisiva.
Mercero y el cine: algunos dijes engarzados en bisutería fina
Como decíamos, mientras en televisión la estrella de Mercero ha brillado de forma abrumadora, en cine sus éxitos (que los ha tenido) han sido escasos y han menudeado los films con poco interés. Veamos: aunque en los años sesenta Mercero había hecho su primer largometraje de ficción, Se necesita chico (1963), que tuvo una repercusión mínima, tras el éxito de La cabina (1972) el cineasta vasco afronta de nuevo el reto de hacer un largo para el cine. Su título será Manchas de sangre en un coche nuevo (1975), con José Luis López Vázquez como protagonista para relacionar su hit televisivo con este nuevo proyecto, que busca reflexionar sobre la solidaridad, el egoísmo y la culpa, en una clave un tanto dostoievskiana, pero que sin embargo no convence a nadie, ni a público ni a crítica. Su siguiente empeño en cine será Las delicias de los verdes años (1976), que intentará uncirse al carro del estruendoso éxito comercial de la época, la adaptación de la obra capital de Juan Ruiz, Arcipreste de Hita, El Libro de Buen Amor (1974), de Tomás Aznar; a rebufo del mismo, el film de Mercero usa el prestigio de Boccaccio para una serie de historias con revolcones que alegraran las pajarillas de los muy reprimidos españolitos de la época. Con buenas recaudaciones, sin embargo cinematográficamente era muy endeble, con un horrible guion de Juan José Alonso Millán sobre su propia obra teatral, inspirada en las historias del creador de El Decamerón.
Con La guerra de papá (1977) Mercero da con un filón cinematográfico que teóricamente parece fecundo y con recorrido, el cine con niño “muy niño” (hablamos de 4 años...); sobre la novela de Miguel Delibes El príncipe destronado, el director vasco nos cuenta la historia de un pequeño de esa edad al que el nacimiento de su hermanita lo aparta de ser la figura preeminente del hogar, con lo que eso duele... Gran taquillazo, con más de 3,5 millones de espectadores, el film pone a Antonio Mercero en el escaparate del buen cine comercial, lo que le hará repetir fórmula (y protagonismo con el pequeño y saleroso Lolo García) en su siguiente título cinematográfico, Tobi (1978), que sin embargo confirmará que el tema no da para mucho más (sobre todo si no cuentas con una materia prima excelente como era la novela de Delibes), pues el incipiente idilio con el público se reduce de forma radical y el supuesto venero inagotable se agosta de forma rápida e irremisible.
A principios de los años ochenta, tras el inenarrable éxito en televisión de Verano azul, Mercero lo intenta de nuevo en cine con La próxima estación (1982), película en la que busca hacer un drama intergeneracional, con conflicto familiar a vueltas con el amor y el sexo, una película sobre las nuevas cosas que ocurren en las familias españolas tras dejar atrás el franquismo, pero que no termina de convencer, a pesar de contar con un Alfredo Landa ya plenamente recuperado para la causa del buen cine. Buenas noches, señor monstruo (1982), producto plenamente alimenticio, no contribuirá a nada al prestigio merceriano.
Sin embargo, casi a finales de los ochenta, Mercero consigue otro de sus escasos éxitos cinematográficos. Se trata de Espérame en el cielo (1988), afortunada comedia en clave de enredo que fabula sobre la posibilidad de que Franco hubiera tenido un doble, y las peripecias que suceden a este, con las imaginables (y risibles) consecuencias. El gran trabajo de José Sazatornil “Saza” y del actor argentino Pepe Soriano, que hace un impecable Caudillo (y su doble...), contribuyen grandemente a este éxito del cineasta guipuzcoano. Quizá buscando reeditar algo similar, Mercero hace Don Juan, mi querido fantasma (1990), una lectura en clave chusca sobre el legendario personaje de Zorrilla (entre otros escritores que han tocado el tema), que se resolvió, diciéndolo en lenguaje taurino, con más pitos que palmas. Tampoco funcionará La hora de los valientes (1998), un drama sobre la evacuación de las pinturas del Prado durante la Guerra Civil y la imaginaria defensa que de un cuadro de Goya hará el conserje del museo, una historia bienintencionada pero que no conectó en ningún momento con el público ni la crítica.
Con Planta 4ª (2003) Mercero conseguirá el que sería su último éxito cinematográfico; sobre la obra de Albert Espinosa (que posteriormente desarrollaría una historia similar, autobiográfica, en la interesante serie para TV3 Polseres vermelles, que se vería en Antena 3 con el título de Pulseras rojas), nos cuenta el día a día en la planta de hospital del título, la planta de los niños y adolescentes con enfermedades oncológicas, una obra emocionante, serena y madura. Tras detectársele el mal de Alzheimer, Mercero hace en su última película, ¿Y tú quién eres? (2007), con Manuel Alexandre en el papel protagonista, una historia que precisamente desvela las flaquezas y miserias de esa devastadora enfermedad.
Tras ella se cierra su carrera, tanto cinematográfica como televisiva. Mercero será recordado, entonces, sobre todo por una envidiable hoja de servicios catódica: en televisión con un ramillete de series (Crónicas de un pueblo, Este señor de negro, Verano azul, Turno de oficio, Farmacia de guardia, y con el extraordinario bonus del corto televisivo La cabina) que se ajustaron como un guante a cada momento histórico, a cada sensibilidad de la sociedad a la que iba dirigida, pero que, incluso años después de su tiempo, mantienen su interés, y no solo en su cualidad de producto ya inevitablemente “vintage”. En cuanto al cine, sus éxitos fueron bastante menos numerosos (La guerra de papá, Espérame en el cielo, Planta 4ª), confirmando con ello que su medio por naturaleza (como, curiosamente, le pasaba también a Chicho Ibáñez Serrador, cuyas incursiones cinematográficas –La residencia, ¿Quién puede matar a un niño?-- nunca estuvieron a la altura de su genio televisivo) eran las entonces llamadas 625 líneas, la televisión, en la que el vasco pudo dar lo mejor de sí, que fue mucho.
Y es que Mercero, con sus magníficas series, pudo hacer cierta la afirmación de que es posible hacer una televisión popular y a la vez inteligente, amena y digna, entretenida y reflexiva. No hay, entonces, oxímoron en tales teóricas contradicciones, aunque eso, hoy día, tal y como está el patio, es bastante más difícil de aseverar...
Ilustración: El actor argentino Pepe Soriano, certeramente caracterizado como Francisco Franco en Espérame en el cielo, uno de los éxitos cinematográficos de Antonio Mercero.