CRITICALIA CLÁSICOS
Disponible en Filmin.
Vemos unos planos cenitales de nubes oscuras y borrascosas, mientras se oyen sentenciosas frases sobre qué es el espacio, qué es un ser supremo, qué es el tiempo o el infinito... reforzadas por citas de Eurípides y el poeta John Keats. Las nubes se van disipando hasta descubrirnos una lejana panorámica aérea de Nueva York. Y ahora ya se centra la historia y nos informan -siempre con voz en off- que vamos a ver las peripecias de un cuadro, de su autor (Eben Adams) y de la muchacha que lo inspiró (Jennie). Y este prólogo nos avisa del tono original y mistérico que tendrá toda la película, una fantasía romántica que escapa a los géneros codificados y al uso en el cine.
En esta curiosa y extraña película que es Jennie hay varios responsables de su autoría. El primero sería, cronológicamente, Robert Nathan, un mediano escritor que tuvo la suerte de que su novela anterior, La mujer del obispo, fuese llevada al cine por Henry Koster en 1947, respaldada por el gancho de un buen reparto, avalado por la presencia de Cary Grant, Loretta Young y David Niven. Y ya un año después le llegará el turno a nuestra cinta, sobre su siguiente novela homónima, contando en ella con Jennifer Jones, actriz ya muy conocida, que lo mismo servía para encarnar a la bendita Bernardette Soubirous de Lourdes, que para ser la provocativa mestiza Perla Chávez en la excelente Duelo al sol, del legendario King Vidor, producida por un gran magnate como David O. Selznick, ya inscrito en la historia del cine con su anterior, famosa y consagrada Lo que el viento se llevó.
Selznick y Jennifer fueron durante años amantes, pareja y finalmente esposos, hasta que él muere de un infarto en 1965, con solo 63 años. Y para completar la lista de cineastas relacionados con nuestra cinta encontramos a Wilhelm Dieterle, nacido en 1893 a orillas del Rhin, y que en 1937 huyó del nazismo (como tantos otros judíos alemanes), y lo primero que hizo al llegar a Estados Unidos fue nacionalizarse como norteamericano y transformarse en William. De la mano del influyente Max Reinhardt pronto se incrustó en la maquinaria hollywoodense y se estabilizó como un todo terreno, con biografías de Louis Pasteur, Juárez o Émile Zola, o un acercamiento a la Guerra Civil española -en Bloqueo (Blockade), 1938-, o con una de romanos, como Salomé, 1953, con una talludita Rita Hayworth y un excelente Charles Laughton como el rey Herodes. O con una de aventuras exóticas, La senda de los elefantes, 1954, con Elizabeth Taylor y Dana Andrews.
En esta Jennie la historia se centra en un pintor que malvive con sus cuadros, a pesar de la protección de una galerista (excelente y oscarizada Ethel Barrymore), que vivaquea en los bares y comercios que circundan el Central Park neoyorkino. Un día conoce a una niña que lo saluda con especial encanto. Días después vuelve a encontrarla, pero misteriosamente ya es una adolescente, y así irán sucediéndose distintos encuentros -siempre sorpresivos, nocturnos y desconcertantes-, acabando ambos en un platónico romance que perturba por completo al artista. Hay una gran química entre Jennifer Jones y Joseph Cotten, ese espléndido actor (aunque nunca estrella) forjado en el Mercury Theatre de Orson Welles, e intérprete en tantos films suyos, empezando con el histórico Ciudadano Kane.
Cinta original, inclasificable, que lo mismo es drama, fantasía, romanticismo o incluso de catástrofe, lo que sí parece claro es la opinión de que constituye la mejor película de Dieterle, un autor que acabó volviendo a su Alemania natal, rodando allí varios largometrajes durante los años sesenta y trabajando también en la televisión, hasta que en 1972 fallece con setenta y nueve años. Volviendo a nuestra película, hay que resaltar en ella el uso de la música del francés Claude Debussy, sabiamente orquestada por el gran Dimitri Tiomkin, o la tenebrista y noctámbula fotografía de Joseph H. August, de un impecable blanco y negro. Asimismo la narración salta a capricho, con escenas que se mezclan cronológicamente.
El escenario también cambia: ya no estamos en Nueva York, ni junto a Central Park y su pista de hielo para patinadores. Ahora vemos de nuevo las nubes del inicio, una costa rocosa en plena tempestad, junto a un faro de gran altura. Y debatiéndose entre el furioso oleaje y en un liviano barco de vela, que acaba destrozado, está nuestro protagonista, Eben Adams, intentando salvar de las aguas ¿a quién si no, sino a Jennie? No sabemos cómo se ha llegado a esta situación, pero es indudable que responde a ese fuerte vínculo amoroso y mental entre ambos. En un postrer esfuerzo Eben sube la imponente escalera de caracol del faro y desde lo alto la divisa en el agua, bajando y encontrándola entre las rocas y el furioso oleaje. El final vuelve a unirlos, solo en un abrazo ¿eterno?, mientras una ola tremenda y monstruosa termina por separarlos. Luego vemos solo al pintor, rescatado y atendido, junto a su protectora de la galería, que le informa que nadie ha podido encontrar el cuerpo de una muchacha en la zona, mientras sostiene en sus manos el chal que usaba Jennie.
El doloroso desenlace culmina en la visita de unas muchachas a una suntuosa galería donde -ahora ya en color- vemos al fin el luminoso y hermoso retrato de Jennie, mientras sabemos que el cuadro ha obtenido el gran premio anual de pintura de la ciudad de Nueva York. Se cierra el ciclo argumental y se cierra también una película extraña, gótica, irrepetible, una obra de culto, que cautiva desde hace generaciones a quienes llegan a contemplarla...
(28-04-2024)
86'