Enrique Colmena

En capítulos precedentes hemos hablado de la actualidad del escritor Henry James, como confirma el hecho de que este año 2024, con apenas unas semanas de diferencia, se hayan estrenado sendas versiones, bien que libérrimas, de su novela La bestia en la jungla. En anterior entrega de esta serie de artículos hemos comentado algunos títulos de relieve, rodados entre 1949 y 1974, entresacados de la amplísima nómina de productos audiovisuales realizados con la base literaria de la obra jamesiana. En este capítulo que estás leyendo, lector, haremos lo propio en el ámbito temporal que va desde 1978 a 1991.

La primera de las películas que vamos a comentar será La habitación verde (1978), una de las más peculiares obras de François Truffaut, una (llamémosle así) celebración de la Muerte, con mayúsculas, como ese elemento de la vida del ser humano (y de todo ser vivo, en general) que será común para todos, ricos y pobres, guapos y feos, gordos y flacos. Con el propio Truffaut como protagonista, la película (originalmente titulada en francés La chambre verte) mezcla elementos de hasta tres textos jamesianos, a saber, El altar de los muertos, La bestia en la jungla y Los amigos de los amigos, construyendo a partir de esas novelas una singularísima obra, en la que la Muerte será un elemento más, una presencia constante en la vida del protagonista, asolado por la defunción de sus amigos, de sus compañeros de la recién terminada Gran Guerra, y, sobre todo, de su mujer, poco tiempo después de su boda. Con una habitación dedicada en exclusiva a este culto a los muertos (lo que podría recordar al sintoísmo japonés, aunque no va en esa línea), que recuerda poderosamente en su iconografía a la Semana Santa andaluza (el hecho de que Néstor Almendros fuera el director de fotografía no debió ser ajeno a ello, y la música de Maurice Jaubert tenía igual sentido), La habitación verde es una buena prueba de cómo materiales artísticos concretos, en este caso los tres textos jamesianos, en las manos adecuadas, pueden dar como resultado una obra totalmente distinta de los afluentes de los que parte, pero en la que, sin embargo, es posible advertir las huellas de esas novelas ahora difuminadas en la nueva obra cinematográfica.  

James Ivory, es sabido, se reputa como uno de los cineastas que mejor han sabido representar durante el último cuarto de siglo las esencias de la Inglaterra clásica, de la Inglaterra de las dos últimas centurias, todo ello a pesar de ser él norteamericano, pero habiendo realizado buena parte de su obra en el Reino Unido. En ese sentido, Ivory, en buena medida, recorrió el mismo camino que Henry James, prefiriendo ambos la cultura de la Gran Bretaña a la de su país de nacimiento, los Estados Unidos. Los europeos (1979) fue la versión que Ivory dirigió sobre la novela homónima jamesiana, una versión que se ajustó razonablemente a las ideas contenidas en el texto literario, el conflicto latente que se plantea en la muy conservadora Boston de mediados del siglo XIX cuando, desde Europa, llegan los dos hijos (chico y chica) de una medio hermana del paterfamilias yanqui, unos jóvenes cuyo comportamiento y conducta divergen apreciablemente de las muy pacatas formas de la familia norteamericana. Esa tensión entre el tradicionalismo mojigato USA y la liberalidad británica será la clave sobre la que pivote este film ivoriano, una de sus primeras buenas películas, inaugurando con ello su mejor etapa creativa, la que va de este 1979 a 1993 con Lo que queda del día, quizá su obra maestra.

A esa misma etapa pertenece otro título de James Ivory también inspirado en un texto de James: hablamos de Las bostonianas (1984), sobre la novela homónima jamesiana, un texto que en su momento desconcertó al público de su época, para luego ser visto con otros ojos; y es que su tema, que con toda seguridad fue lo que movió a Ivory a versionarla, es nada menos que un triángulo amoroso entre dos mujeres y un hombre, siendo el vértice de esos amores... una mujer. Lesbianismo, entonces, sublimado en la novela de James (obviamente: se publicó en 1886...), más evidente, sin ser explícito, en la película de Ivory; pero es que además, de fondo, latía otro tema de inusitada actualidad, el feminismo, que a finales del siglo XIX era, como podemos imaginar, residual, por ser benévolos en la expresión. Ese nuevo choque entre tradición (el varón del triángulo, un abogado ultraconservador) y liberalidad (las dos mujeres) estará perfectamente servida en el film ivoriano, interpretado en sus principales papeles por el malogrado Christopher Reeve y la gran Vanessa Redgrave.

Benoît Jacquot, cineasta francés de dilatada carrera, dirigió al principio de la misma una interesante versión de Las alas de la paloma (1981), sobre la novela homónima de James, una historia entre lo romántico, lo melodramático y (por qué no decirlo) lo inquietante, un nuevo triángulo amoroso, pero aquí con fundamentos equivocados: una mujer noble pero pobre, un novio que no tiene donde caerse muerto, una amiga de la primera tan sensible y enfermiza como rica... a partir de ahí, la concepción de una malévola estrategia para que la opulenta case con el galán y lo deje viudo con prontitud, para que la pareja pobre sea rica y feliz (o no...). Una historia, en buena medida, sobre la perfidia del ser humano, en una película, la de Jacquot, que busca esa perversidad en un ambiente obscenamente suntuoso, la podredumbre bajo la apariencia de la exquisitez, con un trío de actores la mar de apañado: la incombustible Isabelle Huppert, que hoy día, más de cuarenta años después, sigue siendo una actriz de primerísima línea; Dominique Sanda, musa del cine intelectual de los años setenta y primeros ochenta, después perdida en un mar de productos mediocres (con algunas excepcionales salvedades) que no la merecían; y Michele Placido, uno de los actores italianos más populares de la generación postneorrealista.

Inesperadamente, el cine español aparece también en este compendio de obras cinematográficas de relieve basadas en textos jamesianos, y lo hace en este período cuya historiografía estamos realizando. Hablamos de Otra vuelta de tuerca (1985), nueva versión del clásico homónimo de James, que ya hemos visto es el más versionado de su obra, con más de cuarenta productos audiovisuales que han partido, más o menos libremente, de la historia jamesiana. Lo curioso es que el director de este film es... Eloy de la Iglesia, un cineasta que, ciertamente, no goza de muy buena prensa, aunque es cierto que el tiempo está permitiendo que su obra empiece a ser redescubierta, encontrándosele valores que en su momento pasaron desapercibidos. Pero sin necesidad de ello, ya en su momento esta nueva versión gozó de predicamento y admiración entre la crítica, no así entre el público, que seguramente no entendió que el director provocador por antonomasia del cine español de la Transición se pusiera exquisito para rodar una adaptación del cuento gótico de terror por excelencia de Henry James. Pero el resultado, como decimos, sin por supuesto llegar a la altura de la magnífica The innocents, de Clayton, fue más que aceptable, buscando el director vasco una aproximación más telúrica, ambientando la película a su Euskadi natal, haciendo además algunos cambios apreciables en la trama, como el sexo de la protagonista, que pasa a ser un hombre, un seminarista atormentado por sus dudas sobre su vocación, apareciendo entonces el sexo homoerótico (tema esencial en la filmografía de De la Iglesia) dentro del contexto jamesiano, lo que dejará entrever perspectivas inéditas en la historia original. Con un buen trabajo de Pedro Mari Sánchez en el papel principal, y de la veterana Queta Claver en uno de los escasos personajes secundarios, el film parece indicar hacia donde habría podido evolucionar la carrera de Eloy (quizá el terror gótico convenientemente tuneado con sus obsesiones) si no se hubiera visto forzado, por muy diferentes motivos (adicciones diversas, pero también una reiterada fama de director problemático), a estar casi tres lustros sin dirigir una película.

Y la otra película española que traemos a este capítulo, ya para cerrarlo, es Los papeles de Aspern (titulada en su lengua vernácula, el catalán, como Els papers d’Aspern) (1991), nueva versión de otro de los grandes clásicos jamesianos, multiples veces llevado a la pantalla, grande o pequeña. En este caso su director, Jordi Cadena, se tomó algunas libertades, como situar la historia en las Islas Baleares, en vez de en Venecia, como en el original, donde el protagonista buscará esos papeles del título (Aspern, como es sabido, es un heterónimo de Shelley y Byron), buscando también adensar la historia con otros misterios relativos a las damas poseedoras de tales documentos. El film, con Hermann Bonnín y Silvia Munt, muy bien acogido en festivales y por la crítica, tuvo sin embargo un muy corto recorrido comercial.

Ilustración: Una imagen de La habitación verde (1978), película de François Truffaut inspirada por tres textos de Henry James.

Próximo capítulo: La rabiosa actualidad de la obra de Henry James en el audiovisual. Espigando títulos de interés (1996-actualidad) (y IV)