Pelicula:

CINE EN SALAS

Aunque Ryûsuke Hamaguchi (Kawasaki, 1978) está haciendo cine prácticamente desde principios de siglo (su debut en la dirección de largometrajes tuvo lugar en 2003 con Nani kuwano kao), lo cierto es que a España solo han empezado a llegar sus películas desde hace apenas 3 años, con La ruleta de la fortuna y la fantasía (2021) y Drive my car (2021), ambos títulos muy interesantes, que revelaban un talento creativo notable, con capacidad para contar historias de forma innovadora y con gran calado dramático, en especial el segundo de los films citados. Parece evidente que a esa internacionalización de su cine no fueron ajenos los numerosos premios cosechados (el primero de ellos, galardonado, entre otros, en los festivales de Berlín, Chicago, Haifa y Tokio; el segundo, ganador del Oscar, el Globo de Oro y al BAFTA a la mejor película extranjera, más galardones en Cannes, Chicago y Denver, entre otros), lo que ha hecho que este su nuevo film, de peculiar título, El mal no existe (lo de Hitler, Stalin, Putin et alii deben ser travesuras de niños creciditos...), se esperara con gran interés aunque, una vez vista, hemos de decir que no nos ha convencido en absoluto, sin que por ello no se le reconozcan algunos valores.

La acción se desarrolla en nuestros días, en Japón, en la zona de Nagano, en las montañas que la circundan, a unos 200 kilómetros de la metrópoli Tokio. Conocemos la vida pausada y sin estridencias de los habitantes, como Takumi, el “manitas” de la localidad, viudo con una hija de 8 años; asistimos a una especie de asamblea en la que dos personas, chico y chica, treintañeros largos, informan a la comunidad del entorno sobre la próxima instalación en los alrededores de un establecimiento de “glamping” (acrónimo de “camping con glamour”, una especie de acampada de lujo), para que los tokiotas, los habitantes de Tokio, puedan ir a esparcirse y desestresarse en aquella zona idílica. Pero algunas de las cuestiones que se informan, como la instalación de una fosa séptica en una zona en la que muy probablemente permeará las capas freáticas y terminará contaminando las virginales aguas que son una de las joyas naturales de la comarca, hace que los lugareños sean muy reticentes, cuando no directamente opuestos a ese proyecto. Los dos encargados de convencer a los pobladores del lugar intentarán atraer a Takumi, el “manitas”, uno de los más firmes opositores, para que les ayude, pero en ese proceso lo que sucede es que ellos, los tokiotas, se sentirán atraídos por el modo de vida de Takumi, hasta el punto de hacerles dudar sobre la forma en la que viven actualmente...

Estamos entonces ante una nueva aportación a ese venero ciertamente abundante y cuasi inmemorial del retorno del ser humano a la Naturaleza, que en la cultura y el arte tiene siglos de existencia; cabría recordar las Églogas de Virgilio, escritas hace ya 21 siglos, o la novela pastoril renacentista, que tuvo ilustres cultivadores en Italia, pero también en España (recordemos La Galatea cervantina). De forma más chusca, en España, en cine, podríamos hablar de aquella astracanada titulada La ciudad no es para mí (1966), de Pedro Lazaga, con Paco Martínez Soria en plan cateto rebosante de filosofía parda. Así que (ya que hemos citado a Virgilio...) “nihil novum sub sole”, nada nuevo bajo el sol...

Nos parece que la película de Hamaguchi tiene un grave problema de concepto: parece que el tema es justamente el que citamos, el elogio de la vida en la Naturaleza, fundido el ser humano con ella, usando comedidamente de sus recursos sin corromperla ni bastardearla: estupendo, quién no firmaría por una vida así... pero la forma de expresarlo en imágenes resulta, cuando menos, peculiar, incluso por momentos inasible; se pueden definir hasta tres bloques argumentales en la película; el primero sería una especie de presentación del entorno, con largos planos con angulaciones un tanto extravagantes (como esas panorámicas filmadas desde abajo, de tal manera que lo que vemos son las ramas de los árboles mientras la cámara se desplaza por el suelo), o con algunos de los lugareños llenando vasijas de plástico (esto no es muy natural que digamos...) de la cristalina agua de la zona, un bloque que se extiende quizá durante media hora y que ya empieza a hacer que el espectador se remueva en el asiento. Un segundo bloque estaría constituido por la asamblea informativa a los pobladores de la zona, en la que conoceremos también a los dos tokiotas que contestan a sus preguntas (como buenamente pueden, porque no son expertos en el tema y están puestos allí un poco para cubrir el expediente), pero también al proceso de conversión de estos a las bondades de la vida en la naturaleza, hasta el punto de que el hombre de la pareja diga, tras cortar un haz de leña, que no ha sido más feliz en toda su vida que en ese momento (la felicidad, por supuesto, es un estado vital al que cada uno llega como le parece...). El tercer y último bloque, tras un hecho dramático que acontece en la zona (y que no debe ser desvelado, por supuesto), se adentra en sus últimos planos en una suerte de abstracción que ríase usted del último tercio de 2001, una Odisea del Espacio... Así, una secuencia final desconcertante, que no se corresponde ni tiene contacto con nada de lo anterior, como si perteneciera a otra película, deja al espectador sumido en la perplejidad: las cábalas pueden ser todas las que se quieran, y seguramente todas estarán equivocadas...

Quizá el problema del film esté en su idea matriz: El mal no existe parte de un ”concepto original” (así se expresa en los créditos) del propio director y de Eiko Ishibashi, compositora musical, autora de la (muy telúrica, muy intrigante) banda sonora de la película. Pero quizá una profesional de la música no sea la persona más adecuada para crear el concepto de un film, que tiene otro lenguaje que el musical: porque El mal no existe no aporta nada que no sepamos ya, ni tampoco su mirada descreída hacia los urbanitas (otra vez, ya es cansino...) tiene nada de novedoso ni de original. Está bien ese principio en el que se busca retratar a la naturaleza tal cual, de forma peculiar, con encuadres curiosos y distintos, pero la duración de ese tramo se hace interminable; la asamblea informativa recuerda (a la moderada manera nipona) las equivalentes que acontecen con frecuencia en el cine de Ken Loach, aunque aquí no hay gritos destemplados ni venas hinchadas en el cuello al vociferar; el inasible tramo final podría ser ese u otro cualquiera, porque nos enteraríamos de lo mismo: o sea, de nada...

Paso en falso, entonces, a nuestro entender, el de Hamaguchi, por más que (¿el rey está desnudo?) haya ganado el León de Oro en Venecia. Y que conste que su apuesta por el regreso a la Natura no nos parece en absoluto impostada, la apreciamos como totalmente sincera y sin postureos, como tan frecuente es hoy día en otros colegas de Ryûsuke que idealizan alambicadas vueltas a mundos naturales, más como una falaz visión idílica que como una propuesta real. Pero el cine que hay en El mal no existe, en nuestra opinión, dista mucho de la altura de La ruleta de la fortuna y la fantasía y no digamos de Drive my car.

Correcto trabajo actoral, en esa escuela japonesa de interpretación que, como los propios naturales del país, es parca en gesticulación y busca más la interiorización que el histrionismo.

(06-05-2024)


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106'

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El mal no existe - by , May 07, 2024
2 / 5 stars
La ciudad no es para mí (otra vez...)