Rafael Utrera Macías

[El lector interesado en la figura de José Luis Borau puede consultar también los siguientes artículos: Homenaje a José Luis Borau, A José Luis Borau: carta sin respuesta, y Del lienzo del cuadro al lienzo de plata (II). El cine en la pintura según Borau, todos ellos originales del profesor Rafael Utrera Macías, y José Luis Borau, el hombre y su obra, de Enrique Colmena]

Los pasados años setenta se caracterizaron para el cineasta José Luis Borau y su productora “El Imán” por ser una década prolífica y de éxito. En su filmografía, La Sabina (1979) está situada entre Furtivos (1975), Concha de Oro en el Festival de San Sebastián, y Río abajo (1984); produjo Camada negra (Gutiérrez Aragón, 1976), guionista al tiempo, y El monosabio (Rivas, 1977); además, fue actor ocasional en La adúltera (1975) y Sonámbulos (1977), entre otras películas.

En estos años, el cine español vivió complicada situación por cuanto, desde la década anterior, se arrastraba una fuerte crisis económica motivada por el endeudamiento del Estado en lo concerniente al Fondo de Protección, así que se hacía difícil mantener una mediana actividad industrial. El mismo año en que se filmó La Sabina, los productores seguían reclamando medidas que paliasen la caída de las inversiones, el descenso productivo y el creciente paro en el sector. Borau no fue ajeno a tales adversidades, pero su particular modo de actuación junto a su positiva tozudez aragonesa le permitió embarcarse en proyectos tan diversos en su temática como complicados en su ejecución. Y, aún más, en el caso de esta película, se trataba de una enrevesada coproducción con Suecia, un país, cultural y cinematográficamente, distante de España.

La Sabina se estrenó (noviembre de 1979) en los madrileños cines Gayarre (versión original anglo-española) y Amaya (doblada al castellano). La cartelera española ofrecía en esta temporada títulos de enorme relevancia: Manhattan (Allen), Sonata de otoño (Bergman), Apocalypse Now (Coppola), Ensayo de orquesta (Fellini), Solaris (Tarkovski), Pajarracos y pajaritos (Pasolini), Alicia en las ciudades (Wenders), aunque también, en avalancha incontenible, las mil y una variantes de Emmanuelle y otros productos de semejante factura erótico-pornográfica. De otra parte, ciertas películas españolas consiguieron el favor del público, bien sea como éxito de taquilla o por ofrecer, sin censura por delante y en plena transición democrática, temas del presente: Siete días de Enero (Bardem), El diputado (De la Iglesia), Las verdes praderas (Garci), Mamá cumple 100 años (Saura), Con uñas y dientes (Viota), o del pasado histórico, Companys, proceso a Cataluña (Forn), La vieja memoria (Camino), además de esos nuevos productos pornos, hechos en España, tipo Polvos mágicos, La gata caliente, La insólita y gloriosa hazaña del cipote de Archidona. Al tiempo, cine y televisión se miraban desconfiadamente; las ayudas económicas que el Ministerio de Cultura ofreció a nuestra cinematografía tuvieron un destino marcado que eligió obras literarias de reconocido prestigio y cierta popularidad para ser emitidas por nuestra televisión; Valera, Alarcón, Baroja, Valle Inclán, Miró, Rodoreda, Cela, Sender, Aldecoa, Torrente Ballester, entre otros, fueron autores seleccionados para esta causa. Borau, cuyos criterios no pasaban por adaptar literatura para el cine (habrá alguna excepción en hacerlo para la propia televisión en específicos programas) abunda en guiones originales, propios, y en esta ocasión, con La Sabina, exclusivamente suyo.

Durante la celebración del I Congreso Democrático del Cine Español (1978) se hizo un análisis riguroso del estado de nuestra cinematografía en un momento tan peculiar como era el de la Transición, el paso de la férrea dictadura a la incipiente democracia. En él se reconoció el carácter peculiar de las regiones españolas; el cine sería una de sus formas de expresión para mostrar sus señas de identidad. Diversas producciones filmadas y producidas por las citadas autonomías hacían acto de presencia en la cartelera de cualquier ciudad; títulos como La ciudad quemada (Ribas), La fuga de Segovia (Uribe), Tres en raya (Romá), Jarrapellejos (Giménez Rico), Guarapo (Ríos), entre otras, tenían etiquetado de producción en Cataluña, Euskadi, Valencia, Extremadura y Canarias. Andalucía no iba a ser una excepción: títulos como Manuela (García Pelayo), María la Santa (Fandiño), La espuela (Fandiño), Rocío (Ruiz), entre los más significativos, eran etiquetados como “cine andaluz” o discutidos en la composición de su escandallo para denominarlos simplemente “cine de Andalucía”.

Cuando La Sabina se estrene en esta región, competirá, por temática y producción, con los títulos citados; algún comentarista la denominará “cine de interés andaluz” y aconsejará su visión por cuanto un mito popular ha sido entendido y explicado, como ninguna producción de aquí o de allá lo ha hecho, en su capacidad expresiva y en su singular adecuación entre paisaje y paisanaje. Con la distancia que da el tiempo, este cine autonómico, en esos momentos, buscaba unas señas de identidad negadas por la dictadura, pero los resultados acababan en una cierta dependencia administrativa o en escasos logros prácticos, artísticos y estéticos. Si esta producción se empeñaba en fomentar la complicidad de nativos o avecindados en esta tierra, desde productores a actores, desde guionistas a personal técnico, Borau, en su película, aportaba nombres de primerísima fila en nuestro cine, Ángela Molina, y en el más internacional, Jon Finch, Carol Kane, Harriet Anderson. Frente a la obra autóctona, más o menos marginal, de marcado localismo, La Sabina, como ejemplo paralelo, según opinión de su autor, se orientaba en sentido contrario a las modas imperantes en el cine contemporáneo y, entre otros diversos fines, pretendía un aumento de su posible explotación.

El título de la película, La Sabina, no aportaba, en principio, visos de comercialidad cuando diversos hechos de la trama podrían sugerir tales connotaciones. La significación primera hace referencia a ese arbusto cupresáceo, siempre verde, con sus diversas variantes, albar, rastrera y roma. Borau había contado que, en Monegrillo, el pueblo de su padre, existía una modalidad que llamó su atención por la enorme lentitud de su crecimiento, hecho para él tan intrigante como misterioso. De otra parte, el sustantivo remite, claro está, al consabido nombre grecorromano y al rapto de las sabinas. Pero en Andalucía, tal denominación se aplica a un dragón, (o “draguna”, como se la nombra en la película, por ser hembra), animal con cola de serpiente y garras de león, aunque esto responde a la imaginación popular por cuanto la fiera nunca aparece ni en la ficción ni en la pantalla. Los diccionarios de símbolos (Pérez Rioja, Grimal, etc.) aluden a su pura animalidad y a ser la representación del mal; será vencido (o vencida) por quien lucha contra él (o ella); las diversas tradiciones mítico/religiosas nombran al vencedor como Apolo, Cadmo, Perseo, Sigfrido, San Jorge, San Miguel, la Virgen María, etc., mientras que, en su modalidad de guardián o vigilante, el arte chino y japonés lo utilizan en infinidad de referencias artísticas del mismo modo que en la mitología grecolatina Juno le confía la custodia de las manzanas de oro en el Jardín de las Hespérides. Desde los albores renacentistas, el cristianismo presenta al dragón/draguna o serpiente como representación del diablo, de Lucifer; ello puede comprobarse en abundantes y numerosas representaciones iconográficas de la Virgen María a cuyos pies aparece derrotado el animal. Lecturas o interpretaciones más recientes, como, por ejemplo, la freudiana, atribuyen al dragón simbolizaciones relativas a los obstáculos que encuentra el humano para resolver satisfactoriamente la vida sexual, así como a las dificultades para conocer las realidades del inconsciente. Borau organiza una trama donde, sabiamente, coloca buena parte de estos valores, aunque, como se ha dicho, no cae en la trampa de mostrarnos a la bestia sino de organizar los hechos a fin de que la tradición se perpetúe y el mito se mantenga.

El director parte de argumento y guion propios cuyo punto de partida fue la posibilidad de unir en la pantalla a dos personalidades tan diferentes como Ángela Molina y Geraldine Chaplin; que las dificultades impidieran disponer de ésta (como, luego, de Mia Farrow) supuso contratar finalmente a Carol Kane (actriz de Allen en Annie Hall) quien se adecuó muy bien a su papel y supo, al tiempo, “oponerse”, adecuadamente, al personaje nativo. La coproducción con Suecia hizo que esta cinematografía aportara personal artístico, Harriet Andersson (la actriz de Bergman), y técnico, cámara y sonido, además de un 30 % de la cuantía económica. Los personajes masculinos serían interpretados por Jon Finch (protagonista con Hitchcock), Simon Ward, el cantautor Ovidi Montllor (tan eficaz en el título anterior) y secundarios, como Fernando Sánchez Polack, Francisco Sánchez y Luis Escobar. Ninguna productora española se hizo cargo del proyecto ya que, bajo el síndrome de Furtivos, el director debía repetir la fórmula del éxito precedente.

Ilustración: Cartel de La sabina (1979), de José Luis Borau.


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