Con La venganza (1958), fue Juan Antonio Bardem el primer director de cine español que, durante la dictadura franquista, consiguió mostrar una huelga en la pantalla. Posteriormente, con 7 días de enero (1979), logró, en los inicios de la democracia, enjuiciar “la actividad” de un grupo político, desde la perspectiva de otro, apoyándose en “hechos reales”. Es, precisamente, esta característica la que desbordó el mero juicio cinematográfico sobre la película, ya que esta planteaba un proceso histórico tan reciente, respecto a los hechos sucedidos, que sus consecuencias escaparon a aquel presente para situarse en un futuro más o menos lejano; valgan como ejemplos la huida de prisión de uno de los asesinos, Fernando Lerdo de Tejada, o el traslado del juez Gómez Chaparro, quien había aprobado el permiso para salir de la cárcel del asesino citado.
La historia de los criminales y sus cómplices, se prolongó en el tiempo, pero, ello, sería ya otra película distinta a la planteada por el autor de Muerte de un ciclista. Evidentemente, se había abordado un tema de perspectivas temporales ilimitadas. Bardem hizo crónica de aquellos días de enero de 1977: la incipiente democracia española se vio acosada por unos episodios entre los que la matanza de abogados laboralistas de la madrileña calle Atocha quedó fijada en la memoria colectiva como la prolongación de una actuación semejante a las ocurridas en la mismísima guerra civil. El film se situó no sólo en el ámbito testimonial sino en el claramente político, al menos en unos momentos en los que la inquietud por el retorno de los fascismos era una evidente preocupación no sólo entre los españoles.
El enjuiciamiento de los hechos que el director ofreció, se efectuaba no solo desde una precisa ideología sino desde la misma militancia comunista; ello suponía, de una parte, incurrir en el peligro evidente del más puro maniqueísmo, al tiempo que elegir entre unos niveles narrativos con los que expresar la praxis de unas intenciones. Parece haber resuelto Bardem su película de acuerdo con aquella aporía del cine político que niega lo que otra convención o grupo afirma, pero afirmando a su vez otra postura que considera más valiosa: en este caso, el “patriotismo” de unos militantes asesinos frente a otros, de ideología opuesta, víctima de los primeros.
Una precisa temporalización la dotó de rigor histórico; el enfoque preferente a las actividades de la extrema derecha frente a una hipotética apología, personal o colectiva, de las víctimas, la garantizaba como documento político, como testimonio vivo de las dificultades que atenazaron a nuestra democracia antes de que llegara a ver sus primeras luces.
La validez de esta opción política (frente a la más revolucionaria, que optaría por una “negación de la negación”) es estimable, siempre y cuando sus resultados no acabaran en espectáculo; sin embargo, el hipotético “eurocomunismo” del director le hizo entender el cine como un proceso creador que “espectacularizaba” dramáticamente la realidad; de este modo, el film, tanto dentro de la pantalla como fuera de ella, dispuso de una capacidad dialéctica, interna y externa, que superó la brillantez de lo que nunca quiso ser sólo espectáculo.
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