CRITICALIA CLÁSICOS
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La filmografía de José Luis Garci llegó a su tercera película con Las verdes praderas tras Asignatura pendiente y Solos en la madrugada. Este film completa la trilogía de lo que se llamaron “crónicas post franquistas”, etiqueta común que, a pesar de sus diferencias, aproxima y asemeja estos títulos; incluso, establece comparaciones obligadas entre el primero y los dos siguientes, hasta tal punto que corrimos el peligro - y Garci con nosotros- de llevarnos otros “cuarenta años” hablando de los valores cinematográficos, sentimentales y comerciales de Asignatura pendiente mientras se cuestionaron sus películas posteriores, de tal modo que, un árbol, parecía impedirnos ver el bosque. Las verdes praderas es, por técnica y tema, un film en sí mismo, con independencia de sus anteriores, aunque, en efecto, responda a una cosmovisión homogénea con ellas.
El cine de Garci, en sus inicios, se centró, básicamente, en las generaciones nacidas en la posguerra; la etapa histórica sobre la que se situaron fue el final de la dictadura franquista y el comienzo de la democracia, de modo que, por medio de un personaje principal, fuera un abogado laboralista en Asignatura… o un locutor de radio en Solos…, se planteaban unas vivencias personales, la nostalgia, en la primera, la soledad, en la segunda, que pudieron atribuirse como específicas de esas generaciones; partiendo de un presente, se establecieron sus dependencias con un pasado que, de este modo, quedaba evocado, bien fuera con recriminación o bien con complacencia. En Las verdes praderas se actualiza sobre un presente en el que las dependencias con el pasado son mínimas, salvo en detalles argumentales basados en la nostalgia y la idealización; el director, Garci, y su guionista, González Sinde, estructuran aquí un microcosmos: su protagonista es un ejecutivo de una casa de seguros a quien se presenta tanto en sus relaciones familiares como en el trabajo o en el ocio a fin de ofrecernos la historia de una frustración, de la frustración del consumismo, de la mediocridad, de la dependencia; la conquista social del chalet, como máximo atractivo y como signo social de un estatus, es la realidad que contrasta, abruptamente, con la idealidad, con el sueño que no proporciona la felicidad, tan efímeras como esas bocanadas de humo mientras se consume un cigarrillo.
El realizador se ha valido de una serie de condicionantes que frustran el ansiado fin de semana de este español medio: amigos, jefe, suegra, pero…, al mismo tiempo, pone al descubierto dónde acaba la utilización del ocio: en la “cultura” del cortacésped y en el consumo de literatura erótica. Sobre esta historia, en la que el infierno parecen ser los demás, el director, deposita la dosis suficiente de ternura para que no todo se muestre negativamente, de modo que la relación matrimonial contrasta con la profesional y amistosa; el fracaso del buen vivir queda paliado por la ternura femenina, por la decisión de inmolar el chalet como símbolo de ese bienestar, aunque, con él, o, sin él, ocio, trabajo, familia, alterarán en poco la vida y vivencia de este ejecutivo, capaz de soportar el entorno, pero incapaz de analizarlo y rebelarse, ya que su acomodación al macrocosmos y su rusticidad mental es mucho mayor que la del “abogado” y el “locutor” propuestos por Garci en sus obras anteriores. Las verdes praderas se ofrece como obra de fácil lectura, de lenguaje asequible y alta capacidad de identificación para un público heterogéneo que participa de situaciones semejantes. Cinematográficamente, un buen ejemplo de aquella “tercera vía” que algunos productores, como Dibildos, y ciertos cineastas, como Garci o Bodegas, ofertaron como solución industrial y artística en la pasada década de los setenta.
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