Enrique Colmena

Tras una introducción a Orson Welles, más un segundo capítulo dedicado a comentar sus películas Estambul (aunque no fuera acreditado como director) y El extraño (también conocida como El extranjero), y una tercera entrega de esta serie de artículos, relativa a La dama de Shanghai, acometemos en este cuarto y último capítulo la que se puede considerar última aportación del cineasta nacido en Wisconsin al cine negro.

Como decíamos al principio de esta serie de artículos en torno al “film noir” según Orson Welles, no podemos terminar sin hacer una aproximación a la que se puede considerar la obra maestra negra wellesiana, el clásico Sed de mal, rodado en 1958 por el genio nacido en Kenosha. La historia, por supuesto, es sobradamente conocida, pero la recordaremos: justo en la frontera entre México y Estados Unidos estalla una bomba; la investigación sobre el crimen la lleva adelante Quinlan, un gordo (bueno, elefantiásico...) detective yanqui, un tipo infecto, perito en marrullerías y corruptelas de todo tipo; el inspector Vargas, de la policía mexicana, de luna de miel con su esposa norteamericana, pronto se verá implicado en el asunto cuando no se someta a la vesania del polizonte USA, hasta el punto de que su mujer será secuestrada y agredida sexualmente. Finalmente Quinlan pagará con su vida la espesa tela de araña de corrupción y maldad que había urdido en torno a gente inocente.

Si El extraño era una película sobre la perversidad intrínseca de los nazis y la necesidad de buscarlos y hacer justicia donde quiera que estuvieran, y La dama de Shanghai era a la vez una obra de erotismo sublimado y denuncia de una abominable clase social, Sed de mal es, fundamentalmente, una espeluznante disección del Malo, con mayúsculas, del Villano encarnado en los rasgos rollizos de un Orson Welles prematuramente envejecido y engordado. Porque su Quinlan es la quintaesencia del Mal, un hombre con el poder que le ha otorgado el Estado en su condición de policía, pero que utiliza esa facultad, la de usar la fuerza en nombre de la ley, a su arbitraria conveniencia; en ese sentido, la película es, sobre todo, una denuncia del abuso de poder, de cualquier poder que, investido con falsos ropajes democráticos, actúa de forma antidemocrática, falseando pruebas, avasallando con la aureola de su impunidad, sojuzgando a los débiles, a los inocentes, incluso a los culpables.

Nos hemos referido ya al extraordinario estilo visual de Welles también en sus películas negras, a diferencia de otros cineastas del género que resultaban ser más impersonales. Si hay una escena en Sed de mal que merece ser destacada sobre las demás, ésta es sin duda el larguísimo trávelin inicial, de más de tres minutos de duración, en un plano secuencia memorable que está en todas las historias del cine y que se sigue manteniendo como una lección magistral de cómo hacer un plano secuencia, cómo rodar un trávelin y qué contar durante el mismo. Ese plano secuencia se revela primoroso en su concepción, en su planificación, en la cantidad ingente de información que facilita en tan escaso tiempo, en su gran estilo, apoyado en una grúa de movimiento “invisible”, en el sentido de que el espectador no repara en el hecho de que está filmado con ese elemento móvil: es cine puro hecho movimiento (nunca mejor dicho...). Es también, por supuesto, un verdadero prodigio de suspense: sabemos que hay una bomba de relojería en un coche, y sabemos que va a estallar, pero, ¿cúando? ¿dónde? ¿a quiénes afectará?

Welles sorprende desde el primer instante de la película: la imagen inicial es un plano detalle de esa bomba de relojería, comienzo de un larguísimo y complejísimo plano secuencia que durará algo más de tres minutos, un auténtico prodigio técnico que esconde, a su vez, toda una declaración de intenciones, una sutilísima descripción de ese submundo extraño que supone toda frontera, aún más la frontera entre Estados Unidos y México, siempre tan recelosos uno del otro, tan fascinados también mutuamente, aunque quizá por distintos motivos: el exotismo para los yanquis, el bienestar material para los aztecas.

A partir de ahí todo será portentoso; la descripción de los personajes principales: el policía mexicano, Vargas, deliberadamente pintado aquí como un hombre recto, un esposo intachable, el típico héroe que normalmente en el cine norteamericano era un personaje WASP (ya saben: “White, Anglosaxon, Protestant”, o, lo que es lo mismo,  Blanco, Anglosajón, Protestante) y que aquí sin embargo tiene la piel un tanto oscura y habla español (aunque bajo el bigotito y el maquillaje de Vargas estuviera el muy blanco y muy anglosajón Charlton Heston); la mujer del policía mexicano, Susan, una norteamericana rubia totalmente entregada a su marido y (es cierto) con menos seso que un mosquito, dejándose engatusar por cualquier pelagatos sin darse cuenta de las continuas celadas que le tienden; y, sobre todo, el personaje del madero yanqui, Quinlan, aquí un malo-malísimo que, sin embargo, y como no podía ser menos en Welles, también tiene sus razones, aunque no puedan ser compartidas ni mucho menos justificadas.

Pero habrá más notables aportaciones estilísticas y visuales en Sed de mal: en la postrera secuencia que terminará con la muerte de Quinlan, la luz tendrá un papel esencial, retomando las influencias que ya hemos analizado del expresionismo en la obra de Welles, aunque en este caso Orson da un paso más allá y juega con la luz y las sombras en movimiento, en una escena que recuerda poderosamente otra, también famosísima, que veríamos un par de años más tarde, en la también mítica Psicosis, y también casi al final de esa película, cuando se revela la verdad sobre la supuesta madre del personaje de Norman Bates, al aparecer éste, con peluca canosa y travestido de mujer mayor, enarbolando un cuchillo, mientras la lámpara del techo se bambolea espasmódicamente (y con ello la luz y las sombras bailan en la pantalla...) al ser golpeada involuntariamente por la protagonista a la vez que grita de terror.

Estamos entonces ante un similar tratamiento que Welles y Hitchcock dieron en estas dos obras maestras a la luz en movimiento en dos momentos clave de sus películas. Ciertamente en ambos casos el resultado es similar, si bien en Welles tiene un carácter más de intriga y emoción, relacionado con la lucha a muerte que se entabla, mientras que en Psicosis el efecto es de acentuamiento del terror en la escena del descubrimiento del cadáver embalsamado de la madre de Norman Bates. Pero, sin incurrir en herejía alguna, sino simplemente como un dato incontestable que está ahí, a la vista de todos,  lo cierto es que Sed de mal se rodó en 1958 y Psicosis en 1960. Así pues, sin que ello suponga demérito alguno para la espléndida película de Hitchcock, lo cierto es que el primero en aportar esta original y sobresaliente forma de movimiento lumínico y su correspondiente baile de sombras, como explícito signo de estilo, fue Orson Welles.

Llegamos al capítulo de las conclusiones. Hemos visto que en el cine negro wellesiano caben sus habituales obsesiones, desde la denuncia social de corte liberal hasta el erotismo “avant la lettre”, pasando por temas “más grandes que la vida”, como la lucha entre el Bien y el Mal, y no digamos los continuos toques veladamente shakespearianos, todo ello por lo que respecta a los contenidos, y, en cuanto a la forma, al continente, las aportaciones de Welles se centraron sobre todo en su extraordinario estilo a la hora de filmar, con amplios y elegantes movimientos de cámara, siempre finamente intencionados, nunca ociosos ni prescindibles, así como la audaz inventiva visual y, por supuesto, la iluminación expresionista e incluso postexpresionista.

Todo ello le habría otorgado ya un lugar bajo el sol en la Historia del Cine. Si además, resulta que es el autor de Ciudadano Kane o de Macbeth, de Campanadas a medianoche o de El proceso, no es de extrañar que la figura de Welles, como ocurrió con su propia envergadura física, gane en tamaño y, sobre todo, en consideración, conforme pasan los años, llegando a ser lo que hoy por hoy sigue siendo, uno de los genios incuestionables del cine, del arte, de todas las artes, un genio del siglo XX; bueno, en realidad, de todos los siglos...

Ilustración: Orson Welles y Charlton Heston, en una escena de Sed de mal (1958).